Entradas Héroes solitarios

Entradas Héroes solitarios
Reseñas de novelas de héroes solitarios

martes, 11 de diciembre de 2012

¿Por qué Hitler odiaba a los Habsburgo?


Hitler, como bien sabe casi todo mundo, nació en Austria y en calidad de súbdito de la dinastía Habsburgo, durante el reinado de Francisco José I, en un largo período en el que el imperio vivió de todo.
Austria era en ese entonces uno de los países más poderosos del mundo y también un rareza. Tenía colonias, como todo imperio, pero no en África, Asía o América, no, las tenía en su entorno, pegadas a sus fronteras.
Esta extraña situación que va contra cualquier ideología nacionalista, permitió al imperio Austrohúngaro ser una especie de paraíso de la libertad de cultos, de lenguas y de ideologías. Los hombres más cercanos al emperador eran nobles de diferentes nacionalidades. En el gobierno imperial podía haber italianos, polacos, bohemios, checos y…, desde luego, judíos.
Los judíos austrohúngaros incluso podían adquirir, por méritos, la codiciada preposición von que todo aristócrata austro-alemán ponía antes de su apellido para diferenciarse de los demás. Von se pronuncia fon y se traduce como de.
Esa maravilla de imperio donde cualquier persona podía vivir tranquilamente sin que le causaran problemas sus antecedentes culturales desapareció, sí, por culpa del nacionalismo. Eso de ser patriota es bueno, pero lo de ser nacionalista ya viene a ser cuestionable.
Pues bien, en ese imperio único en el mundo nació Hitler, uno de los seres más fanáticos en intransigentes que han existido. En cuanto se bañó de nacionalismo empezó a no gustarle el lugar donde vivía. No podía creer que en Viena convivieran arios con polacos, italianos, checos, croatas, rumanos y hasta con judíos.
Su odio hacia los Habsburgo surgió precisamente por eso, porque ellos crearon piedra por piedra ese imperio de libertades culturales, ese paraíso de hombres y mujeres libres que el fanatismo destruyó. Es cierto que los Habsburgo se llevaron por delante al imperio español, que era el más poderoso del mundo cuando se lo adueñaron, pero en Austria no destruyeron, allí hicieron una gran obra que defendieron con uñas y dientes hasta que el nacionalismo se volvió una fiera incontrolable.

lunes, 10 de diciembre de 2012

El príncipe de la soledad en Booktrailer


Del lado derecho se puede ver la portada de la novela El príncipe de la soledad, que contiene un vínculo al blog del autor donde se puede bajar gratis. ¿Por qué la puse allí? No es publicidad contratada, desde luego, nadie me pagaría un centavo estando demasiado lejos de tener 1.000 seguidores del blog. Pero es cierto que día a día llegan muchos lectores por aquí, supongo que debido a que escriben en Google una o varias palabras relacionadas con alguna de las entradas que tengo. Y para ellos he puesto ese vínculo, porque hay obras literarias que no sólo son buenas, que no sólo valen la pena, que no sólo atrapan, que no sólo quitan el sueño, sino que tienen algo más que es difícil de explicar… Descúbranlo leyéndola.
Éste es el Booktrailer, para quien quiera darse en un minuto una clara idea sobre lo que trata.

                 

martes, 20 de noviembre de 2012

Eugenia de Montijo y Napoleón III (Isabel Margarit)


Desde que desapareció la rama de los Habsburgo españoles (los Austrias), ya no era tan sencillo que una española llegara a lucir la corona de emperatriz. Antes la cosa era bien sencilla, los Austrias enviaban a sus primas de un país a otro para que desposaran a sus… primos y como en Austria no había reino sino imperio a muchas españolas les tocó corona imperial.
Con la llegada de los borbones a España la cosa se truncó, aunque no del todo. Hubo otra española que se acomodó la corona imperial, pero no fue infanta ni princesa y ni siquiera duquesa. Fue una condesa, de rancia aristocracia, eso sí, pero sin sangre real en las venas. Se llamó Eugenia de Montijo, era poseedora de una belleza extraordinaria, tenía un amor por la cultura y los idiomas nada típico en la cultura española y era también profundamente religiosa.
Eugenia nació en Granada el 5 de mayo de 1826, el día del aniversario luctuoso de Napoleón I. Fue hija de Cipriano Palafox y Portocarrero, un español bonapartista devastado físicamente por las guerras. Debido a su fecha de nacimiento y a la ideología de su padre, fue incluida en su esmerada educación una fuerte admiración por Napoleón.
Cuando Eugenia se hizo mujer, su madre, María Manuela Kirkpatrick, se dio a la tarea de buscarle el mejor partido posible. Eugenia poseía los encantos necesarios para conseguirlo, era hermosa, refinada, culta y políglota. Podía conseguirse fácilmente a un conde o a un duque de acaudalada posición, mas nunca imaginó que sus encantos llegarían tan lejos como para conquistar a un emperador.
Del otro lado de los Pirineos, cuando murió el duque de Reichstadt, el único hijo legitimo de Napoleón, se pensó que sería imposible restaurar el imperio napoleónico. Conseguirlo se lo propuso Luis Napoleón Bonaparte, hijo de Hortensia de Beauharnais, con toda seguridad, y de Luis Bonaparte, probablemente. Los parientes Bonaparte de Luis Napoleón siempre lo consideraron un bastardo. Él nunca lo ignoró puesto que se lo decían en su cara. Pero no por eso dejó de pensar en su sueño: convertirse en emperador, en el sucesor de su “tío”.
Luis se enfrentó cuantas veces fue necesario al rey de Francia Luis Felipe I para restaurar el imperio de “su familia”. Luis Felipe era un rey débil y de mano muy blanda. Y tanto empeño le puso el Bonaparte a su empresa que logró hacer que el rey fuera derrocado y se viera obligado a escapar de Francia ya no para salvar el honor pero sí la vida. En Francia -todos los sabían y el rey más que nadie- a los reyes les cortaban la cabeza.
Después de ser reino, Francia pasó a ser republica y Luis fue su único presidente, pero sólo el tiempo que necesitaba para restaurar el imperio, cosa que logró no sin grandes esfuerzos y  arriesgando su posición y su vida.
Eugenia y Luis se conocieron y tiempo después decidieron casarse. Ella era mucho más joven que él, más alta y más refinada, aparte de un tanto frívola. Luis, digno nieto de la emperatriz Josefina,  era la calentura echa hombre. Sus infidelidades a Eugenia fueron incontables. Pero pese a la diferencias llegaron a un buen acuerdo. Formaron una pareja de época, tuvieron un hijo, el único que les hacía falta, trasformaron a Francia y le echaron su influencia encima al mundo. Pero un día su estrella se apagó. Su único hijo murió. El imperio que habían formado desapareció. Y de ellos sólo quedó el recuerdo.
Una biografía interesante de esta también interesante pareja la ha escrito Isabel Margatit. La autora analiza bien las personalidades de ambos personajes y nos ofrece un libro no muy extenso lleno de detalles curiosos y no poco interesantes. Napoleón III y Eugenia de Montijo no son comparables a Napoleón I y María Luisa de Habsburgo, pero sí que tienen una historia agradable que vale pena ser estudiada.

lunes, 12 de noviembre de 2012

Don Carlos de Austria, El buen hijo



Es muy famosa una película ya algo pasada de moda protagonizada por Macaulay Culkin y Frodo Bolsón (perdón…, Elijah Wood) titulada El buen hijo. El Culkin aquí hace de las suyas todo lo que quiere. Posee una maldad aterradora y no se anda con chiquitas para cargarse a quien no le agrade.
Hace años en una conferencia escuché a alguien decir que no podía existir alguien que en la niñez tenga esa maldad, que la maldad se desarrolla con los años y que a un niño le faltaría “madurarla” para poder exhibirla como lo hace Culkin.
Pero en realidad el bueno hijo sí existió. Existió y pudo haber sido rey de… España.  Se llamó Carlos de Austria, perteneció a la rama de los Habsburgo españoles y fue príncipe de Asturias. Nació en 1545 como hijo del que llegaría a ser Felipe II de España y de su esposa María de Portugal. Sus padres eran primos. Carlos, se cree, fue una víctima más de la endogamia que practicaron los Habsburgo por siglos. Nació deforme (algo así como Cuasimodo, pero los pintores en los cuadros lo compusieron todo lo que pudieron), aunque no salió tan torpe como algunos de sus parientes, sino extremadamente malo.
Tanta era la maldad del príncipe, que el rey, el catoliquísimo Felipe II, no sabía qué hacer. Carlos era primogénito, y a los ojos e ideología de su padre, había nacido en esa condición por voluntad de Dios, y siendo así no se podía hacer nada para quitarle su derecho al trono, porque hacerlo significaba ir contra los deseos del Altísimo.
Mientras el padre dudaba, Carlitos daba rienda suelta a sus deseos de hacer y ver sufrir. En la niñez se conformaba con cualquier infeliz, pero en cuanto fue haciéndose adulto empezó a tener entre ceja y ceja al mismísimo rey. Su muerte probablemente se debió a lo enfermizo que era, condición que le debía a la costumbre de los miembros de su familia de meterles mano a las primas, pero hay teorías quizás no del todo descabelladas que apuntan a un posible asesinato de Carlos ordenado por el propio Felipe II, quizás para que dejara de darle problemas o quizás para impedir que la maldad hecha hombre llegara a gobernar al reino católico por antonomasia: España.

domingo, 11 de noviembre de 2012

¿Dorian Gray era el duque de Reichstadt?


Me refiero a que si existe la posibilidad de que Oscar Wilde se haya inspirado en el rostro de Napoleón II para describir la belleza física de Dorian Gray. Esa observación me la hizo una amiga recientemente, argumentando que Wilde describe a Gray como un joven de veinte años, con rostro hermoso adornado con ojos azules y coronado con un cabello rizado y totalmente rubio.
Sé que en algunos países de Europa que nazcan niños con el cabello rubio es cosa de lo más común, pero no lo es tanto el que lleguen a la edad adulta con el cabello del mismo color. Comúnmente se les hace un poco oscuro con los años, algo que no le ocurrió a Reichstadt. El hijo de Napoleón Bonaparte era famoso entre la aristocracia austriaca porque conservaba su cabello totalmente rubio a los veinte años.
“Tal vez Wilde vio un retrato del duque y decidió inspirarse en él para crear a Dorian”. Eso fue lo que me dijo mi amiga. Por un momento me entró la duda. Todo es posible. Pero cuando llegué a mi casa fui inmediatamente a tomar mi volumen de El retrato de Dorian Gray y busqué la parte en donde el joven es descrito. Todo coincide excepto algo. Los ojos de Dorian son ingenuos, y eso no cuadra con el duque. Es bien sabido que Reichstadt se parecía casi en todo a sus parientes, los Habsburgo, pero su mirada la había heredado íntegramente de su padre. Era una mirada letal, difícil de sostener, no había ingenuidad en ella, más bien revelaba a un depredador en reposo.
Y ese detalle fue lo que me hizo tener la certeza de que en realidad el joven Bonaparte no tuvo influencia alguna en la obra de Wilde. Sus características físicas y la edad en que murió uno y cobró juventud eterna el otro son muy similares, pero aun así Reichstadt no es Dorian Gray.

martes, 6 de noviembre de 2012

Los Kennedy, ¿familia perseguida por la muerte?


Los mitos crecen en la medida en que son atractivos. Surgen sin intención y también muy bien inventados. Se les da cobertura si venden, y para que vendan más. Y casi no hay familias famosas sin mitos. Los Habsburgo, por ejemplo, tenían, cuando gobernaban, fama de que una dama blanca se les aparecía a los que estaban por morir, con el fin de anunciarles el evento y quizás para que se prepararan para el viaje o echaran mano a la resignación. Incluso hay un libro titulado La Dama Blanca de los Habsburgo, escrito por Paul Morand.
En lo que a los Kennedy se refiere, miticamente son -o fueron cuando eran más importantes- perseguidos por la muerte, ese ser encapuchado que lleva siempre consigo una tétrica guadaña con la que cumple su misión. ¿La razón? Que muchos de ellos han muerto…, como mueren las personas, claro.
El inaugurador del mito fue Joe Kennedy Jr, un joven soldado durante la segunda guerra mundial que, celoso de su hermano menor, John, buscó de manera negligente su muerte tratando de pilotear para vestirse de héroe un avión cargado de explosivos. Después le siguió su hermana Kathleen, quien también murió en un accidente aéreo.
Años más tarde vino la muerte de los dos hermanos, John y Robert, exterminados por sicarios que seguramente habían sido enviados por personajes poderosos que pretendían destronarlos porque les significaban un peligro. Y a punto de cerrar el siglo pasado se accidentó, una vez más en avión, John Kenndy Jr. Otros Kennedy después de él han muerto, pero fue él -el joven estadounidense más fotografiado de la segunda mitad del siglo XX- quien cerró la cadena de tragedias que sirven a muchos mitómanos para asegurar que los Kennedy son -o fueron- una familia perseguida por la muerte.
Viendo las cosas cómo realmente fueron, a los Kennedy no los seguía la muerte. Murieron trágicamente cuatro hermanos de los nueve hijos de Joe y Rose Kennedy por distintas y lógicas razones. Tenían, eso sí, una tendencia a buscar los peligros, porque se creían invulnerables. El primogénito, Joe Jr, habría llegado a viejo y a presidente de haber sido más prudente. John y Robert fueron liquidados porque estaban expuestos a eso debido al gran poder e influencia que tenían. Eran otros tiempos, a Dominique Strauss-Kahn lo liquidaron muy probablemente por las mismas razones pero de diferente manera: metiéndole una mujer en la cama.
La única que murió en un accidente no buscado fue Kathleen, desgracia a la que se expuso al viajar en un avión como lo hace muchísima gente todos los días. En cuanto a John Jr, fue otro caso de autentica negligencia al empeñarse en viajar sabiendo que las condiciones meteorológicas no eran favorables para hacerlo. Fue el tercer miembro de la familia en morir en un avionazo. Por tanto, si bien es ilógico que la muerte, la ya mencionada encapuchada de la guadaña, ande tras ellos, lo que sí es muy probable es que los fabricantes de aviones los traigan entre ceja y ceja.

viernes, 2 de noviembre de 2012

Eunucos y el oficio de cuidar mujeres


En algunos extintos imperios orientales, donde las disposiciones del sultán o emperador eran tan estrafalarias como crueles y omnipotentes, se empleó mucho el uso de eunucos para cuidar a las mujeres de los gobernantes. Estos pobres infelices literalmente veían el pan y no tenían la menor posibilidad de comérselo.
Pero aunque muy asociado a la esclavitud, el de eunuco era un oficio mejor que otros. Y no habiendo tantos de dónde escoger, muchos hombres acudían al barbero no precisamente a que los afeitara. El barbero les cortaba el pene y entonces los hombres ya hechos eunucos pasaban días cruciales en los que podían morir. Si lograban orinar podían sentirse satisfechos, pero si no lo mejor que podían hacer era conseguirse un rápido y letal veneno porque de lo contrario la muerte sería lenta y muy, muy dolorosa.
Cierto es que no siempre se podía escoger la condición de eunuco. Algunos esclavos eran castrados por orden del señor que los compraba o los capturaba para después llevarlos a su palacio a que le cuidaran sus hembras. Y a otro desde la niñez su padre les veía la vocación, de manera que era éste el encargado de ordenar la castración del chiquillo para que llegado a hombre pudiera conseguirse un “buen trabajo”.
Los eunucos, ya metidos en el harén de su señor, eran hombres muy disciplinados y de pocas palabras. Todo escuchaban y todo veían pero nada decían. Tenían detalles más que comprometedores de la vida del príncipe, le sabían sus debilidades, defectos, caprichos y capacidades, cosas que guardaban secretamente por si algún día podían cambiarlas por poder, en un golpe de estado, revuelta o simplemente para colocar a un asociado en un buen puesto dentro de la corte.
Mucho se dice respecto a que los eunucos eran seres rencorosos que gozaban ver sufrir a las concubinas o a cualquier infeliz por causa de los caprichos y arranques del soberano. Eso no es para dudarse, los esclavos castrados tras su captura o los niños hechos así por los padres o tutores tenían más que motivos para estar resentidos, sobre todo teniendo frente a ellos siempre a las bellezas que formaban el harén del príncipe y sabiendo que de nada les podían servir. Podían, eso sí, excitarse, de cualquier forma nadie lo habría notado nunca.

martes, 30 de octubre de 2012

Bodas reales y bodas nobles


En la época de las monarquías los matrimonios, que no los amasiatos, estaban muy delimitados por estrictas reglas que partían del rango aristocrático, la antigüedad del apellido, el país de los contrayentes y la fortuna que los cobijaba. Se podía brincar esas reglas, pero a un precio a veces muy alto.
Los reyes, los destinados a ser reyes y los hermanos, primos, sobrinos, etc, de éstos, tenían que casarse entre sí. Si revisamos un poco la historia, las familias reales más importantes no eran tantas (aunque algunas desaparecían y eran sustituidas por otras): los Habsburgo, Borbón, Romanov, Hohenzollern, Coburgo, Wittelsbach, Braganza, Saboya, Orange-Nassau, y quizás algunas otras que ahora olvido, tenían el control de Europa, y del mundo. Casi por obligación o por una enfermiza costumbre, sus miembros tenían que casarse entre sí, pero luego había algunas como los Habsburgo, quienes en un momento creyeron que era mejor casarse entre los miembros de la misma familia. El resultado de eso fue archiduques que para llevarse el pan a la boca y no meterlo por la nariz pasaban una odisea.
Los príncipes, por aquello de las enfermedades y porque se valía soñar con parientes muertos y una corona en la cabeza, siempre procuraban casarse con alguien de su mismo rango aristocrático, ya que hacerlo con alguien que no lo era podía sacarlos de su familia y alejarlos del trono. Podían enamorarse de una condesa y descender un peldaño si se casaban con ella, pero pocos se animaban porque tal cosa siempre les acarreaba desgracias. Sus hijos ya no formarían parte de la familia real, el matrimonio de los padres sería morganático y ellos tenían que llevar el apellido más inferior.
Hubo algunos príncipes que sí se dejaron arrastrar por el amor. Por ejemplo, el archiduque Francisco Fernando de Austria, el mismo cuya muerte fue la primera de la gran guerra, se casó con una condesa, Sofía Chotek, en contra de las disposiciones de la casa de Habsburgo, y pagó muy caras las consecuencias. Aunque el emperador Francisco José no le quitó su puesto como primero en la línea de sucesión, a sus hijos sí les quitó la gracia de ser Habsburgo y en las ceremonias reales a su esposa la ponía lejos de él, en el rincón más apartado.
Por casos como el anterior, la aristocracia tenía muy claro lo que eran los matrimonios reales y los nobles. Brincarse la cerca se les antojaba a pocos. Los hijos de estos raros matrimonios solían sufrir mucho. En su familia por el lado noble podían comportarse con cierta arrogancia por ser superiores, pero en su familia por el lado real eran tratados con desdén y no se les consideraba miembros, por más que se parecieran al abuelo emperador.
Lo que sí es cierto es que los nobles tenían un mercado de opciones mucho más extenso que sus superiores los reyes. Aunque también cabían las discriminaciones, porque un duque no era capaz de casar a su hija con el hijo de un barón, o un conde cuyo titulo tenía tres siglos de antigüedad no quería nunca emparentar con un marqués de reciente creación. Los nobles eran creados constantemente, ya fuera por meritos militares o políticos, o simplemente por hacerle un préstamo al rey, o, en casos más extraños, como el de Manuel Godoy, por hacer bien el amor.
Después de la revolución francesa, como todo lo que rodeaba a las monarquías, esa costumbre se vino debilitando. Los matrimonios morganáticos se hicieron muy comunes, las plebeyas se casaron primero con nobles y luego con reyes sin que eso a sus esposos les costara perder su posición. Aunque, cierto, aún en nuestros tiempos las fronteras estamentales continúan existiendo, pero ya no tanto como antes, ahora ya muchas veces se antepone la calentura al protocolo.

martes, 23 de octubre de 2012

Los reyes y sus uniformes militares


Quizás en estos tiempos el mayor anacronismo de los reyes es su gran afición a los uniformes militares y que por ello acuden a una boda o a cualquier otro evento como si fueran a ponerse al mando de un ejército para defender con la vida la frontera de su país.
Fue tanta la endogamia practicada por los reyes hace siglos que probablemente esa costumbre que los acompaña de forrarse como militares es hereditaria. La condición de rey, de príncipe o simplemente de miembro de una familia real, siempre ha estado muy ligada al ejército, a lo más pomposo de éste, aun tomando en cuenta que ha habido reyes muy cobardes y sumamente tontos en los campos de batalla.
Pero ni siendo pésimos estrategas se han privado de la elegancia que representa un traje de militar. El favorito de todos siempre ha sido el de mariscal de campo, el más alto grado en la jerarquía militar que para alcanzarlo un civil de a pie en estos tiempos tendría que ganar una batalla como la de Stalingrado, por lo menos.
Pero siendo príncipe ese requisito no es indispensable. Y en otros tiempos a un príncipe con sólo nacer ya le daban rangos nada despreciables como de coronel o más altos. Había chiquillos generales corriendo con sus nanas en jardines mientras sus brigadas se jugaban el pellejo en los campos de batalla.
Un uniforme militar durante siglos ha sido una gran responsabilidad y el aumento en los rangos va precedido de un enorme esfuerzo, casi siempre, porque en algunos casos, como en el de los reyes, creen que por nacer siendo lo que son ya pueden vestirse de mariscales, aunque nunca hayan escuchado una bala silbar cerca de sus cabezas.

jueves, 11 de octubre de 2012

Hijo de rey, padre de rey, nunca rey


Durante los siglos en que el mundo fue gobernado por monarquías, se dieron extraños y curiosos casos en el cómo una corona llegaba a una cabeza y cómo evadía a otras que la buscaban con ansias. La gran mayoría de las monarquías fueron hereditarias,  y eso siempre beneficiaba al hijo primogénito de un matrimonio real, sin importar cuán idiota fuera.
Pero luego se daban casos en que el rey, por una cosa o por otra -que de todo había-, no tenía hijos, o simplemente no tenía a un ansiado varón. Algunas veces por mala suerte, otras por impotencia, homosexualidad o esterilidad, pero los reyes se veían en la desgraciada situación de no poder heredarle su reino a un hijo y tenían que poner los ojos en sus sobrinos.
Esta clase de sucesos, que con la mortandad infantil de esos difíciles siglos eran frecuentes, provocaban que hubiera príncipes hijos de un rey y padres de otro, pero ellos jamás lo eran. El más reciente caso, aunque no por las razones anteriores, fue el de Juan de Borbón, padre del actual monarca de España. A él sí le tocaba la corona, sólo que Franco jamás habría permitido que alguien mandara más que él.
Quizás el caso más curioso de la historia fue el del archiduque Francisco Carlos de Austria, un hombre totalmente gris, de mediana o más bien recudida inteligencia -atribuida a la endogamia de los Habsburgo-, al que su esposa manipulaba sin el menor esfuerzo -y hasta se rumoró que le fue infiel con el hijo de Napoleón, el duque de Reichstadt-, pero fue hijo del emperador Francisco I y padre de dos cabezas coronadas, el emperador de Austria, Francisco José, y el de México, Maximiliano. Y él, por su parte, toda su vida vivió en un total anonimato, con una personalidad completamente sumisa.
Otro con igual fortuna fue Felipe de Bélgica. Su hermano mayor fue  el despiadado genocida del Congo, Leopoldo II de Bélgica, quien se cargó, en números cerrados, la vida de diez millones de africanos por su enfermiza ambición, pero no pudo dejarle su reino a un hijo suyo. Sí tuvo uno con su esposa, la archiduquesa María Enriqueta de Austria, pero murió siendo aún un niño y el cruel rey tuvo que dejarle la corona a su sobrino Alberto, hijo de su hermano Felipe, el conde Flandes.
Y uno más fue Augusto Guillermo de Prusia. En el caso de su hermano, Federico II de Prusia, el Grande, un genio militar que inspiró a Napoleón, él simple y sencillamente no dejó su corona a un hijo suyo porque era incapaz de tocar a una mujer. Ni siquiera ejecutando a su novio en su presencia cuando era joven lograron los rígidos prusianos hacer que olvidara por un momento -el suficiente para hacer un hijo- su homosexualidad.
Hubo algunos afortunados que  pudieron escabullirse de esa desgracia aun cuando estaban condenados a padecerla. El zar Alejandro I de Rusia tuvo como mayor pasatiempo el de hacer hijos. Cuando se celebró el Congreso de Viena, que duró ocho meses, se rumoró que se la pasó todo el tiempo haciendo el amor. Dejó una legión de bastardos con sus muchas amantes, pero no logró tener un hijo legítimo para heredarle su enorme y congelado imperio. Su sucesor tenía que ser por fuerza un sobrino suyo, pero al parecer se fastidió de la política y aun siendo un hombre joven decidió desaparecer. Entonces su sucesor terminó siendo su hermano Nicolás I, quien pudo gobernar casi treinta años antes de dejarle la corona a su hijo y sólo así consiguió sacudirse la maldición que a tantos príncipes amargó la vida.
Y así, por diferentes razones, la mayoría de las veces no poco interesantes, la historia  está llena de desgraciados que tuvieron la corona muy cerca, que fueron hijos de reyes y padres de reyes, pero aun así ellos nunca lograron serlo.

viernes, 28 de septiembre de 2012

Jacqueline Kennedy y el arte de ser Primera Dama


Puede decirse que Jackie Kennedy inventó, como lo conocemos hoy, el oficio de Primera Dama. Antes de ella las esposas de presidentes se limitaban a hacer labores de caridad, organizar banquetes y sonreír al fotógrafo, eso cuando los presidentes les daban un poco de libertad, cuando no las tenían guardadas como piezas antiguas.
Jackie definitivamente no pretendía ser un objeto de adorno en la Casa Blanca. Le gustaba, más que nada en la vida, protagonizar, y usó su condición para que el mundo la viera luciendo su elegancia y su porte aristocrático, que la había acompañado desde la infancia.
Nació dentro del matrimonio formado por el galán de sociedad John Bouvier y su descomunalmente ambiciosa esposa Janet Norton, en Nueva York, el 28 de julio de 1929. Cuando era niña sus padres se divorciaron. Su padre no era rico y en cambio sí muy infiel, y eso su madre no lo pudo soportar.
Janet pronto volvió a casarse con un hombre rico, como a ella le gustaban, Hugo D. Auchincloss, quien se ocupó de la educación de Jackie y de su hermana menor, Lee. A pesar de haber sido en la niñez un poco rebelde, su madre logró domar a la futura Primera y Dama, al grado de que la transformó en una autentica princesa sin titulo.
Siendo muy joven se comprometió con un hombre de buena posición económica, pero no a la altura de sus ambiciones. Su madre las había educado a ella y a su hermana menor para que tuvieran el tacto de conseguirse no un marido rico, sino uno muy rico. Cuando conoció al senador John F. Kennedy,  hijo de uno de los hombres más ricos de Estados Unidos, inmediatamente buscó la manera de ir apartando a su prometido. Evidentemente quería romper su compromiso, pero no de la manera más drástica.
Finalmente se casó con Kennedy el 12 de septiembre de 1952, en una ceremonia que impresionó a la alta sociedad de la época. El matrimonio tuvo problemas desde el principio. John quería una esposa como el complemento de cualquier político con buena reputación, pero no una compañera para practicar la fidelidad. A las infidelidades de Kennedy se sumaron los problemas de Jackie para parir. No era precisamente una mujer hecha para llevar embarazos normales y tener partos sin complicaciones. Pero aun poniendo en riesgo su vida le dio a su esposo dos hijos que fueron el blanco ideal de los fotógrafos mientras vivieron en la Casa Blanca.
Jackie fue crucial para que su esposo llegara a ser presidente. Era políglota, dominaba el francés, el italiano y el español, idiomas que utilizó para acarrear el voto de las minorías, más grande que todas la hispana, ya de por sí siempre fiel al Partido Demócrata. La campaña de Kennedy para llegar a la presidencia se sostuvo en dos pilares: el carisma de su esposa y el dinero de su padre. Es difícil decir qué fue lo más efectivo, pero lo cierto es que ambos le fueron indispensables para conseguir su objetivo.
Ya como Primera Dama, Jackie se enfocó de manera desenfrenada en su narcisismo. Gastaba como magnate árabe, y era bien sabido que los Kennedy, aunque muy ricos, eran también sobradamente tacaños. Pero su adicción a gastar era una pequeña concesión que el Presidente tenía que hacer para que ella hiciera como que no se daba cuenta de sus infidelidades.
El matrimonio funcionaba, en el aspecto propagandístico, a las mil maravillas, con los carismáticos niños siempre en el ojo de los periodistas como complemento de una perfecta familia norteamericana. Pero de pronto toda esa etapa de su vida acabó. El 22 de noviembre de 1963, en la ciudad Dallas, Texas, Kennedy fue víctima de la buena puntería de un comunista algo desquiciado y manipulable.
Jackie se vio de pronto desamparada y con la urgencia de sacar sus cosas de la Casa Blanca para que fuera ocupada por un nuevo inquilino. Sabía que no volvería jamás a  vivir en aquel lugar donde había sido algo muy similar a una reina. Pero aún tuvo el buen tino de enviarle una carta al líder soviético Nikita Jrushchov para asegurarle buenas relaciones al sucesor de su esposo.
Después venía lo peor: empezar de nuevo. Y sólo podía hacerlo de una manera, la misma que le había enseñado su madre: conseguirse un marido rico, muy rico, aunque no fuera físicamente un príncipe de cuento de hadas. El elegido fue un griego con mala reputación, feo y mucho mayor que ella, pero eso sí, muy rico. Aristóteles Onassis le dio la estabilidad económica que tanto anhelaba. Aunque como buen griego machista y dominante, le llegó a dar algunas palizas, pero la compensó muriéndose siete años después de la boda y dejándole una cuantiosa fortuna. 
La ex Primera Dama murió a los 64 años, aún bella y elegante, pero habiendo dejado sus asuntos en orden: a su hija casada con un hombre rico, de acuerdo a la tradición familiar, y a su hijo, John Jr, con una prominente carrera política por delante que prometía la Casa Blanca en un futuro no muy lejano, pero una muerte temprana le impidió cumplir los sueños de su madre.
El legado de Jackie Kennedy ha trascendido a lo largo de los años. Hace medio siglo que fue Primera Dama de los Estados Unidos, pero aún hoy las esposas de los presidentes de todo el mundo que se ven a sí mismas jóvenes y bellas tratan de parecerse a ella, a la legendaria Jackie.

viernes, 21 de septiembre de 2012

La familia y la propaganda política, de Napoleón a Obama


Un político comúnmente se sirve de lo que tiene a la mano para hacerse el simpático, el inteligente, el bueno, para ganar popularidad. Muchos usan a su familia si ésta tiene posibilidades de acarrear simpatías. Eso no me resulta raro, lo raro, o curioso, es que los políticos suelan copiar los trucos que ya utilizaron otros y que eso quede plasmado en imágenes.
Aquí está Napoleón dominando Europa con la mente -luego lo hacía con las armas-, mientras su hijo, el príncipe imperial,  rey de Roma y futuro duque de Reichstadt, duerme placidamente. La pintura es tan buena que siglo y medio después alguien la copió.
En esta imagen vemos a John F. Kennedy resolviendo la Guerra Fría desde la Casa Blanca mientras su hijo se entretiene ajeno a todo aquello. La imagen es una clarísima copia a la de Napoleón, desde luego.
Pero con Kennedy no terminaron las copias. Medio siglo después Obama ha creído que es posible hacerlo una vez más.

sábado, 15 de septiembre de 2012

La educación de un príncipe


Cualquiera pensaría que en la época de la monarquías nacer príncipe era lo mejor que le podía pasar a un niño, porque tal condición le aseguraba una vida desahogada, con todas las diversiones y placeres, más la posibilidad de poder llegar a rey.
Eso es bien cierto, pero es sólo la parte dulce del cuento, porque también había amarga. Los príncipes, como estaban destinados a heredar grandes responsabilidades y el destino de unos cuantos millones de individuos, eran sometidos a una educación demasiado especial que algunas veces llegaba a ser draconiana.
Al nacer eran puestos al cuidado de una aya, quien se encargaba de ellos durante sus primeros cinco años. Ésa era su etapa más tranquila, porque después sus vidas cambiaban radicalmente. Cuando tenían ya la edad de recibir una educación formal, el aya era sustituida por un preceptos, una especie de tirano que hacía las veces de general al mando de un ejército de maestros.
El preceptor sería el compañero inseparable del príncipe hasta que éste se convirtiera en adulto. Estaría a su lado tarde noche y día, en una labor desgastante que a no pocos les agriaba el carácter, cosa que no dejaba de acarrear consecuencias en la formación del pupilo.
Una vez empezado su período formativo, el príncipe se levantaba, en cualquier estación del año, muchos antes de que el sol saliera, por ahí de las cinco o seis de la mañana. Estudiaba buena parte del día con profesores en extremo estrictos y bajo el ojo vigilante del preceptor, quien no dudaba al aplicar castigos para estimular al alumno si se mostraba perezoso o desinteresado.
El programa académico incluía bastantes materias, todas las que se creyeran de utilidad para formar a un sagaz político y gobernante, además de estratega militar y políglota. Cuando concluía el período formativo, que era cuando al príncipe le faltaba poco para llegar a los veinte años, ya era una verdadera enciclopedia y maquina programada para exhibir un impecable comportamiento.
En la época en que los reyes eran dueños del mundo, los príncipes, y no sólo los que heredarían la corona, comúnmente eran muy cultos, algunos dominaban más de diez idiomas, entre los cuales se incluían el griego y el latín y las lenguas más importantes de Europa. Pero tantos conocimientos no aseguraban que llegaran a ser buenos gobernantes, por el contrario, muchos fueros los que gobernaron haciendo un ejercicio exagerado de la idiotez. Eso prueba que aun cuando los conocimientos son muy importantes,  no siempre quitan lo idiota.

martes, 4 de septiembre de 2012

La nacionalidad de los reyes


Es curioso, por decir lo menos, que antes el nacionalismo no dañaba tanto a los países como ahora. Ese cáncer es relativamente nuevo, de finales del siglo XIX. Desde entonces si una persona quiere ser presidente de su país, ha de echar el árbol genealógico por delante para probar que su abuelo, su bisabuelo y quizás también su tatarabuelo fueron producción local.
Cuando el mundo era de los reyes, las cosas no eran precisamente como ahora. El patriotismo se centraba  en el rey, fuera quien fuera y de donde fuera. Porque resulta que  muchas veces los monarcas no eran originarios del país donde gobernaban. Por ejemplo España, exceptuando los lapsos en que ha sido republica o dictadura, no ha sido gobernada por alguien de pura cepa española desde que la muy ilustre doña Juana la Loca expiró allá por 1555. Incluso desde muchos antes sus funciones fueron meramente simbólicas ya que, como es bien sabido, de celos se volvió loca.
Después de ella los gobernantes de España fueron tan austriacos que así es como se les conoce: los Austrias. Tan malos para gobernar fueron que se acabaron, en apenas dos siglos, al más grande imperio de todos los tiempos. Fueron sustituidos por otros extranjeros, los Borbones, los actuales, pero cuando llegó  un momento en que ya no se les toleraba, los españoles se inclinaron, fieles a la tradición, por otro extranjero, un italiano.
Pero España no es una excepción. La exportación de reyes en otros siglos fue un recurso muy utilizado. En Rusia la familia Romanov no dejó de gobernar con la muerte del zar Nicolás II y su familia, sino muchos años antes. El zar Pedro III no era un Romanov, aunque por motivos políticos decidió serlo. Era en realidad alemán y su apellido Holstein-Gottorp.
En Inglaterra el nombre de la familia real hasta la Primera Guerra Mundial era, como ellos, muy alemán también: Sajonia-Coburgo- Gotha. La misma familia gobierna actualmente Bélgica y sigue metida, aunque sin corona, en Bulgaria.
En Grecia cuando se quitaron el pie turco de encima, pidieron un rey a Alemania, principal exportador de reyes del mundo. Les enviaron a un bávaro, que después fue sustituido por otro rey extranjero, éste de Dinamarca, del que desciende, como todo mundo sabe, la reina doña Sofía.
Es extraño que hoy muchas veces a un futbolista nacionalizado la afición le quiera  arrancar la playera con todo y pellejo, mientras que antes se soportaba que fuera extranjero hasta el mismísimo gobernante. 

miércoles, 29 de agosto de 2012

Julio César y su legado imperial


Muchas veces encontramos sucesos y tradiciones de la historia que son, cuando menos, raros y por demás interesantes. Por poner un ejemplo está la tradición imperial que se desprende de Julio César, porque él, aunque lo quiso y lo planeó, nunca fue emperador.
César fue ciudadano de una republica agonizante y se esmeró en exterminarla para erigirse como emperador. El proyecto ya les daba vueltas a muchos romanos por la cabeza, pero César, gracias a sus logros militares, a su astucia y a su capacidad para engañar, era el más apropiado para liquidar la republica y construir sobre sus ruinas un imperio.
Pero sus planes se fueron a la tumba con él. Su probable hijo, Bruto, acabó con su vida con lujo de brutalidad, cuando Roma aún era una republica. Aquí es donde la historia se vuelve extraña, por más que esté bien justificada. Palabras como Káiser, del alemán, Zar, del ruso, Császár, del húngaro, entre muchas otras, se traducen como emperador y se derivan, sí, del nombre de César. Es muy extraño que los títulos imperiales que por siglos dominaron Europa hayan provenido del nombre de un hombre que fue, toda su vida, ciudadano de una republica.
Tan ancestral extrañeza histórica se debe únicamente a las precauciones del sobrino nieto de César, Augusto, el primer emperador de Roma. Él se erigió como el sucesor de su tío, pero como no era su hijo, para legitimizar sus derechos le pegó a su nombre el de César. De ahí en adelante el nombre estuvo adherido siempre al titulo imperial, sustituyéndolo, como puede verse, con el correr de los años y de los siglos, en Roma y fuera de Roma.
Cosa rara, a fin de cuentas, que el titulo con el que muchos monarcas durante varios siglos gobernaron férreamente sus imperios haya venido de un republicano. Pero así es la historia, tan extraña como los hombres que la hacen y los que la escriben.

domingo, 19 de agosto de 2012

Los descendientes de Josefina de Beauharnais


El más grande sueño de Napoleón I, aparte de apoderarse del mundo -que en gran medida logró-, fue tener un hijo a quien heredárselo. Sus errores sumados a una mal cuidada tuberculosis echaron ese sueño suyo a la basura. Su único hijo legitimo, el duque de Reichstadt, murió siendo muy joven, sin lograr nada revelante en el mundo de la política. 
No por eso la descendencia de Napoleón se perdió. Su otro hijo, Alejandro Walewski, se encargó de perpetuar a los descendientes por línea directa del más grande militar de todos los tiempos. Pero de ellos nada se sabe. No han hecho cosas por las cuales puedan ser conocidos. Viven en un casi completo anonimato y ni siquiera se apellidan Bonaparte.
No ocurrió igual con los descendientes de Josefina de Beauharnais, el gran amor de Napoleón. En la tarea de posicionar bien a los hijos demostró más talento que su esposo. Ya que hijos en común no tuvieron -ella ya era estéril, aunque guardaba bien el secreto, cuando se casó con Napoleón-, el Emperador adoptó a los suyos como propios. Casó a Hortensia con su hermano Luis y a Eugenio con una princesa de sangre real, hija nada menos que del rey de Baviera. 
Por el lado de Hortensia, los descendientes de Josefina pudieron llegar muy lejos. Podrían ser hoy monarcas simbólicos de Francia, pero Napoleón III, su nieto, a pesar de que gobernó por muchos años, terminó perdiendo la corona y su único hijo legitimo murió guerreando en África sin dejar descendencia. Allí acabó todo por ese lado. 
Por el lado de Eugenio las cosas fueron más discretas, pero terminaron mejor. Sus hijos con la princesa bávara no perdieron su condición aristocrática con la caída de Napoleón. Uno fue rey consorte de Portugal y otras dos reina una y emperatriz la otra de Suecia y Brasil, respectivamente. Otro príncipe logró ser yerno nada menos que del zar de Rusia. Con semejantes matrimonios los descendientes de Josefina aseguraron puestos importantes por muchos años, o siglos. 
De las monarquías que se mantienen vivas en Europa, los titulares de dos de ellas, Suecia y Noruega, descienden, por vía directa, de Josefina de Beauharnais. Allí no termina la cosa. Maximiliano de Baden, el que fuera canciller de Alemania, el enemigo de Francia por antonomasia, al final de la Primera Guerra Mundial, también era su descendiente. 
No puede uno menos que sorprenderse por el destino de los que descienden de una mujer que tras quedar viuda por culpa de la guillotina en la Revolución Francesa se dedicó a andar de cama en cama para subsistir y que terminó casándose con un generalillo feo que no le gustaba nada. Pero fue él, ese generalillo, el causante de la grandeza que alcanzaron sus descendientes con los años. Napoleón poco pudo hacer por su descendencia, pero hizo mucho por la de la mujer que tanto amó.

miércoles, 8 de agosto de 2012

El derecho divino de los reyes


Actualmente los reyes son meras figuras simbólicas,  políticos de ornato que tienen funciones representativas, tradicionales y demás con la intención de darle solidez a las instituciones, y se sostienen en sus puestos porque un movimiento social no los ha derribado.
En España, por ejemplo, el Rey está donde está porque la crisis no ha llegado todo lo lejos que puede llegar. Si colapsan las instituciones probablemente lo hará primero la menos sólida…, la monarquía.
En el Reino Unido la cosa está un poco mejor. Los ingleses quieren a su Reina. La monarquía, a diferencia del caso español, ha operado por siglos de forma ininterrumpida, es más sólida, puede durar más, a menos que cuando Doña Isabel muera… los ingleses tomen medidas radicales respecto al enorme gasto que supone un gobierno democrático, de por sí caro, pegado a una monarquía.
En fin que hoy los reyes, como figuras anacrónicas y costosas, se sostienen de milagro. Una crisis en su país puede llevarlos muy lejos, a figurar sólo en la historia. Pero no siempre ha sido así, hasta antes de que a los franceses  les diera por decapitar a diestra y siniestra, los reyes decían estar en su puesto por mandato de Dios y eso era una verdad incuestionable.
Un rey podía ser muy idiota, muy cobarde, todo lo pésimo gobernante que quisiera, pero nadie lo podía mover de su puesto. Estaba allí porque Dios así lo había querido. Aunque muchos llegaban al puesto mediante ese procedimiento que actualmente conocemos como golpe de Estado, una vez en él justificaban sus acciones aparejándolas a la voluntad del Altísimo. Su derecho a ser reyes era divino, ¿quién tenía la facultad de cuestionarlo?
Pero vino la revolución en Francia y los reyes, poco a poco, tuvieron que aceptar constituciones, parlamentos, instituciones independientes de la monarquía y demás monstruos tragadinero que actualmente tienen al mundo cerca de desaparecer por hambre.
Muchas monarquías se extinguieron, y si algunas sobrevivieron fue porque sus representantes tuvieron que tragarse su orgullo, aceptar que gobernaban por voluntad del pueblo y meterle enjundia a la demagogia, proceso que nadie que viva del Estado puede ignorar, por perverso e inmoral que pueda ser. 

viernes, 20 de julio de 2012

Winston Churchill y el Káiser Guillermo II


La foto de arriba es una de esas imágenes de la historia que dicen mucho, más que varios libros juntos, si la sabemos interpretar. Fue tomada allá por 1909, y los protagonistas son nada menos que Sir Winston Leonard Sperncer-Churchill y el todopoderoso Guillermo II de Alemania, el último Káiser.
Cualquiera se preguntaría por qué antes incluso de la Primera Guerra Mundial, cuando nadie conocía a Churchill fuera de su entorno, el emperador de Alemania posaba junto a él para un fotógrafo. La respuesta es sencilla: antes que estadista e historiador, Churchill era un aristócrata, sin titulo nobiliario, pero nieto del duque de Marlborough. La familia había emparentado siglos atrás, bastardamente, eso sí, con un rey de Inglaterra. De esa rama descienden, para no ir muy lejos, los actuales duques de Alba. De allí que Guillermo no tuviera inconveniente en retratarse con él.
Otra cosa interesante de la fotografía es un dato que nos revela con nada más verla. Churchill medía 1.70 m, era, para la época, de estatura media. El Káiser, como puede verse, era más bajo que Churchill, aunque por las poses y los ostentosos uniformes militares, siempre lo hemos imaginado como un hombretón de metro noventa y pico. Nada más lejos de la realidad.

miércoles, 11 de julio de 2012

Napoleón IV, el emperador desconocido


En la historia de los imperios franceses, que fueron dos, hubo dos monarcas auténticos, que sí gobernaron, y otros dos que de príncipes no pasaron, aunque muchos en su momento quisieron llevarles la corona incluso a la tumba, lugar al que acudieron en la flor de la juventud.
Ya en este blog he hablado del duque de Reichstadt, un desafortunado joven que cobró fama gracias a su invencible padre y  que en la lista de los napoleones ocupó el segundo puesto sin haber gobernado jamás. Pero de su sobrino,  otro Napoleón, que llegó a ser conocido como Napoleón IV, fuera Francia se sabe poco.
Cuando Luis Napoleón, hijo al parecer solamente putativo de otro Luis, hermano del gran emperador, logró llegar al trono de Francia como Napoleón III, pensó rápidamente en hacerse de una adecuada esposa para tener un heredero y lograr lo que su poderoso tío no pudo: crear una dinastía que gobernara por siglos.
El problema era que a él no le tenían miedo los demás monarcas de Europa. A su tío le habrían dado a cualquier princesa para mantenerlo quieto, y no pedía por la buena, sino con disfrazadas amenazas. Pero a él, que pidió cortésmente, ninguna princesa quiso desposarlo. Al contrario, se burlaron de él. No era, como se decía entonces, de sangre real, ya era más que cuarentón y la guapura no era lo suyo.
Pero necesitaba una esposa, porque a pesar de ser un mujeriego incurable, y de tener su equipo de bastardos, para dejarle la corona necesitaba un hijo legitimo. No habiendo princesa disponible, se decidió por una condesa española, Eugenia de Montijo, muy bella y muy culta, que venía a ser el mejor partido que el Bonaparte podía hallar.
A principios de 1856 Eugenia parió al que sería su único hijo, Napoleón Eugenio. Con un doloroso parto de veinticuatro horas, no le quedaron ganas ni de volver a admitir en su cama a su marido por miedo a volver a embarazarse. Napoleón III, por su parte, estaba feliz con el acontecimiento. Eugenia le había dado un niño que sería joven justo cuando él ya fuera un anciano a medio camino entre los setenta y los ochenta. Su hijo no tendría que ser un principito heredero sesentón como el actual Carlos de Gales.
Pero la cosa en algún momento de ese idílico proyecto se truncó. A principios de la década de los 60s de ese siglo, el diecinueve, Eugenia convenció a su esposo de que invadiera México, porque ella, española, quería conquistar para luego rehabilitar a un país al que la unían lazos culturales.   
Napoleón, que quería contentarla por tantas infidelidades que ella no ignoraba, le dio gusto. Total, nada malo podría pasar. México era un país destrozado por las revoluciones y no tenía, al parecer, un ejército capaz de entretener por media hora al de Francia.
La cosa empezó mal desde el principio, el 5 de mayo de 1862, aniversario luctuoso nada menos que de Napoleón I, el ejército mexicano derrotó al francés a las afueras de la ciudad de Puebla. El acontecimiento era increíble, pero cierto. Allí empezaron las noches sin dormir de Napoleón III, que se veía impotente estando tan lejos de los campos de batalla.
El presidente mexicano, un indio llamado Juárez que de tonto no tenía un pelo, disolvió su ejército sabiendo que en las batallas a campo abierto pronto lo vencerían, pero que en la guerra de guerrillas tenía más posibilidades de ganar. Y así fue, gracias a esa desgastante estrategia y a la ayuda con armas de los Estados Unidos, el ejército francés se vio obligado a retirarse de México, y Juárez, que no perdonaba una ofensa, se dio el lujo de fusilar a Maximiliano I de Habsburgo, el príncipe europeo que había enviado Napoleón III para que gobernara México. 
Al volver el ejército francés a Europa sin laureles, Otto von Bismarck, el canciller de Prusia, supo qué tan débil era realmente Napoleón III. Ansioso de fundar un imperio alemán a costa de la derrota de Francia, buscó y halló la guerra que le serviría para lograr sus propósitos.
Napoleón, entonces ya un viejo enfermizo, hizo cuanto pudo para conservar su imperio. Llevó a su hijo de catorce años a los campos de batalla, e incluso lo dejó participar en los combates para infundir valor a los soldados, pero nada de eso sirvió. Francia fue humillada y derrotada muy rápidamente, y más rápidamente los franceses desconocieron a su Emperador, quien murió en el exilio, en Inglaterra.
El joven Napoleón Eugenio, proclamado por sus partidarios como Napoleón IV, quiso ganar fama de buen militar como se esperaba en un miembro de su probable familia. Se enroló en el ejército británico, el peor enemigo de su tío abuelo, y con la espada de éste en la cintura partió hacia África, donde lo mataron unos salvajes llamados zulúes, en 1879, cuando apenas era un joven de veintitrés años.
No es Napoleón IV tan recordado como su tío Napoleón II, a pesar de las similitudes, porque su padre no fue ni de lejos un genio como el primero de los napoleones, aquél que tenía a Europa aterrorizada mientras vivió. La fama de los padres a veces es crucial para la fama de los hijos.

domingo, 1 de julio de 2012

El príncipe de la soledad gratis en PDF


Hace unos meses reseñé El príncipe de la soledad, de Adam J. Oderoll, una imperdible novela del género fantástico, llena de misterios y con personajes que saben ganarse al lector, de las que son difíciles de hallar en estos tiempos con tanta bazofia que anda por allí.
Acabo de ver en el blog de la novela que puede descargarse gratis en formato PDF. Quien quiera echarle un ojo o leérsela de una vez,  pinche aquí. Doy fe de que no decepciona.


Napoleón y María Luisa


Napoleón se casó con su amadísima Josefina siendo muy joven y un tanto ingenuo en el amor, característica que conservó con los años. Todavía no era emperador, ni siquiera militar famoso. Había llegado a general con apenas veintitrés años, pero gracias a la Revolución que exigía oficiales capaces aunque fueran de la plebe debido a que los aristócratas ya los habían guillotinado.
Josefina se lo pensó mucho antes de darle el sí definitivo al generalito que no le gustaba nada físicamente, que era torpemente romántico, de pene pequeño (por si a ella le importaba el tamaño) y con porvenir muy dudoso. Pero finalmente se decidió porque, fuera como fuera, era un general y ella ya estaba madurando, su belleza pronto acabaría y entonces ya no habría siquiera un cabo corneta dispuesto a desposarla.
Nunca imaginó que aquel general aparentemente insignificante la llevaría al trono de Francia. Pero lo hizo. Y lo hizo porque la amaba con locura. Estaba entorpecido de amor y de pasión por ella y no deseaba más que hacerla feliz. Ella pensaba de manera diferente. Mientras él se batía como león en los campos de batalla, aprovechaba sus ausencias para hacerlo crecer con veinte centímetros de cuernos.
Pero Napoleón la perdonaba siempre. La amaba. Pero cuando llegó a emperador, le dio por amarse más a sí mismo. Entonces pensó en que, para que su grandeza fuera eterna, necesitaba un hijo. Josefina no se lo había dado, pero le atribuía el problema a él debido a que ella tenía dos hijos de su primer esposo. Napoleón sabía que eso era lógico y aceptaba su esterilidad. Josefina, que tonta no era, le ocultaba un accidente en el que se había golpeado fuertemente el vientre.
Mas todo cambió cuando la amante polaca del Emperador, María Walewska, quedó embarazada. Entonces Napoleón supo que él no era estéril y que podía conseguir un hijo legítimo que incluso fuera medio aristócrata. Para ello necesitaba divorciarse de Josefina, y lo hizo con las sencillas palabras: “Aún te amo, pero en política el amor no cuenta”.
Después se puso a analizar el mercado de princesas. Los monarcas de Europa le tenían pavor, ya los había vencido demasiadas veces y no le costaba nada incluso destronarlos para colocar a uno de sus hermanos en el trono que se le antojara, como era su costumbre.
Le echó el ojo a la hermana del zar Alejandro I de Rusia, casi una niña y él ya era un cuarentón. El Zar no dijo que no, pero tampoco que sí, con la esperanza de que Napoleón pusiera sus ojos en otra parte. Y lo hizo. Más aristocráticos que los Romanov eran los Habsburgo. Y el emperador Francisco I tenía una hija apenas unos años mayor que la hermana del Zar que se ajustaba perfectamente a los deseos de Napoleón.
Para el emperador de Austria aquello era terrible. Darle a su hija, una archiduquesa, a un general corso aristocratizado por la vía de las armas y al que odiaba profundamente era algo inconcebible. Jamás se había visto tal cosa. Pero Austria estaba muy cerca de Francia, los ejércitos franceses podían llegar allí en cuestión de días, ¿qué podía hacer?
Por otro lado, ser el suegro del hombre más poderoso del mundo significaba, así lo creía Francisco, la paz con él. María Luisa, la archiduquesa, lloró y lloró. No quería ser la esposa de Napoleón. Pero, aristócrata como era, sabedora de que las princesas eran para esos fines, aceptó por fin su destino. Cuando llegó a Francia contrastó enormemente con su esposo. Él apenas le llegaba al cuello y la diferencia de edades era notable.
Pero se encariñó con su puesto de emperatriz, Napoleón era bueno con ella. Lo consideró buen amante (no había conocido otros, pero lo haría), y al poco tiempo se declaró profundamente enamorada del Emperador y completamente feliz. Pero su esposo era más adicto a la guerra que a cualquier otra cosa. Y la guerra terminó por destruirlo, entonces ella no dudó mucho en volver con su padre. Conoció a un militar alto, tuerto, fanfarrón, y se convirtió en su amante. Adam von Neipperg no era un genio para la guerra como Napoleón, pero sí mejor amante y eso a la archiduquesa le bastaba.
Se olvidó por completo de Napoleón. La aterrorizaba la idea de tener que ir junto a él a la isla de Elba. Y cuando murió dijo, contradiciéndose a sí misma, que jamás lo había amado. En eso fue bien correspondida. Napoleón tampoco la amó. Desde que se fijó en ella dejó bien claro que lo que él quería era un vientre adecuado para que pariera a su hijo. A la que realmente amó el Emperador hasta el día de su muerte fue a Josefina, aquélla que, para su desgracia, tampoco lo amó a él.

martes, 19 de junio de 2012

La historia, esa novela mal escrita


Los libros de historia algunas veces nos proporcionan imprescindibles obras literarias, y a veces también nos proporcionan alguna verdad, pero no siempre. La historia muchas veces es alterada con fines de Estado, ultrajada y vuelta a escribir. Personajes que murieron hace siglos son enaltecidos o injuriados, según las conveniencias de los vivos.
Es tanta la ignorancia, o el conformismo, que reina en el mundo, que alterar la historia es cosa bien sencilla. Muchos creen, por ejemplo, que John F. Kennedy y Abraham Lincoln fueron excelentes presidentes de los Estados Unidos, que León Trotski fue una figura secundaría en la consolidación de la URSS y que la miseria de Latinoamérica es por culpa de la colonización española.
Y así hay más, muchas más mentiras, algunas que nos gusta creer. A los nacionalistas más fanáticos no les interesa la historia de su país si no los llena de orgullo patrio. Prefieren cambiarla, por absurda que se vea, y vivir en la mentira que, al parecer, también atrae la felicidad, a veces más que la verdad.
Los héroes siempre han sido necesarios. Pero no para lo que muchos creen. Hay quien dice que un héroe es necesario para mantener a un país unido, y que si no los hay, es necesario hacerlos. Eso es falso. Los héroes en nada alteran la vida del ciudadano normal, que sólo busca un buen trabajo y vivir en paz, con las necesarias recreaciones. Los héroes únicamente sirven a los políticos para fines demasiado egoístas.
Los políticos tienen la extraña idea de que una sociedad no amará a su país si ellos no la obligan a hacerlo, por métodos pacíficos y no tanto, y para ello se atreven a manipular todo lo que sea manipulable. Alterar la historia, por decreto, es un acontecimiento tan demasiado común, en cualquier lugar del mundo, que no es un atrevimiento decir que ésta, la historia, es una novela, a veces con deficiente calidad literaria y muy mal escrita, pero novela al fin. Y cómo no sospechar que lo sea si en las novelas, a fin de cuentas, es donde mejor se dan los héroes.
A veces esas mentiras que se inventan políticos o historiadores con fines políticos con la intención de quitar hombres de un lugar donde sí estuvieron, de hacer batallas chicas muy grandes y de cobardes muy valientes, son cosas bien sencillas de refutar, pero  pocos quieren hacerlo porque la verdad, desgraciadamente, casi a nadie le gusta debido a que desnuda, y muy pocos tienen el valor de dejar ver sus miserias. Es mejor para muchos la mentira, porque ésta sirve para que nos vean como realmente no somos, que es como nos gusta más ser vistos.