Entradas Héroes solitarios

Entradas Héroes solitarios
Reseñas de novelas de héroes solitarios

miércoles, 25 de abril de 2012

Alfred van der Smissen y Maxime Weygand, ¿padre e hijo?

                                
                                       

               Alfred van der Smissen                                         Maxime Weygand 

Maxime Weygand fue un general francés de cierto renombre. Participó en las dos guerras mundiales, con mayor suerte en la Primera que en la Segunda, siendo, en esta última, derrotado con demasiada rapidez por los alemanes.
A pesar de ser historicamente francés, no nació en Francia, sino en Bélgica, de padres desconocidos. El apellido Weygand se lo cosieron ya mayorcito, habiendo llevado otro en la niñez. Se inclinó por la carrera militar y estudió en Saint-Cyr, lo que evidenciaba que el huérfano tenía un protector para quien el dinero no era problema.
En la Primera Guerra Mundial destacó por ser el brazo derecho del general Ferdinand Foch. Veinte años después, en la Segunda, lo hicieron volver del retiro para que se ocupara del ejército que habría de hacer frente  a la invasión alemana. Poco pudo hacer y los franceses recibieron una de sus peores humillaciones en su historia militar. Al terminar la guerra se salvó de milagro de ser pasado por las armas debido a su colaboración con el gobierno de Pétain, después se retiró definitivamente y murió ya muy longevo, cuando poco le faltaba para ajustar un siglo de vida.
Años más tarde, la historiadora britanita Joan Haslip notó algo que había pasado desapercibido para otros: el enorme parecido que existía entre Weygand y Alfred van der Smissen, un militar belga que había sido enviado a México por el rey Leopoldo I para cuidar a su hija, la emperatriz Carlota. La calidad de huérfano de Weygand provocó un sin fin de teorías. La más popular siempre ha sido que mientras el archiduque Maximiliano, esposo de Carlota, trataba de consolidar su imperio, ella le era infiel con Alfred van der Smissen.
Algunos historiadores aseguran que el protector que tenía Weygand de niño no era otro que el rey Leopoldo II de Bélgica, el “tío”, pero ésa no es la única teoría. Según otras fuentes, aunque Weygand sí fue engendrado en México, y por Alfred van der Smissen, su madre no fue la Emperatriz, sino una de sus damas de compañía, la condesa Melanie Zichy, hija del famoso príncipe y canciller de Austria, Clemens von Metternich.
Quizás la verdad nunca se sepa. No hay motivo para desenterrar cuerpos y hacer pruebas de ADN. El propio Weygand, que de seguro sabía más que todo el mundo, nunca dijo públicamente una palabra respecto a sus progenitores. Sus motivos tendría.
Yo, por mi parte, no encuentro tanto parecido como otros que aseguran que son idénticos.  ¿Alguien sí los ve tan iguales como dos gotas de agua?                  

domingo, 22 de abril de 2012

El príncipe de la soledad (Adam J. Oderoll)


En días pasados he reseñado ya dos novelas con protagonistas muy solitarios: Un mundo feliz y Soy leyenda, de dos autores tan bien apreciados como lo son Aldous Huxley y Richard Matheson. Hoy traigo El príncipe de la soledad, una novela del género fantástico también con protagonista muy solitario.
Albram Dorogant es un joven interesante en muchos aspectos y aun difícil de hallar en obras incluso del mismo género. Es uno de los protagonistas de esta extraordinaria historia -y creo que el personaje más importante de todos-, dirigida tal vez a los adolescentes románticos, pero que a mí, sin ser lo primero y quizás muy poco de lo segundo, me ha encantado.
Al igual que en los casos de John el Savaje y Robert Neville, protagonistas de las novelas mencionadas, Albram no está solo por decisión suya. Fue el destino quien lo condenó a su soledad. Nació de una pareja que no debió serlo, pasando a ser él, para quienes lo rodean, una rareza. Aun así muchos lo admiran, otros le profesan ciega lealtad y a todos les interesa lo que ocurre a su alrededor, porque Albram es muy importante, un juez, suprema autoridad de su mundo.
Y algo tiene Albram aparte de su puesto que atrae. Los jóvenes aristócratas que están destinados a servirlo se sienten cómodos con su Juez, algunos sólo porque es joven como ellos y tiene una personalidad que intimida. A las mujeres les gusta, aunque prefieren negarlo porque se supone que por sus orígenes todos tienen que verlo como un ser indeseable, aunque muchos dependan de sus decisiones. 
Pero lo cierto es que a él sus deberes no parecen importarle. Es muy apático y por su carácter no resulta fácil acercársele. Son muy pocos a los que trata con respeto y quizás muchos menos por los que siente afecto. Eso si es que realmente quiere a alguien, porque aparenta que a nadie.
El lugar en donde Albram vive está habitado por dos especies de seres similares a los humanos. Unos son los siervos, destinados, como su nombre lo indica, a servir, y los otros son los aristócratas, pocos, cultos y llenos de arrogancia, destinados a mandar. Albram, sin ser uno de estos últimos, por ley está considerado como tal, cosa que no a pocos desagrada.
Los aristócratas tienen un serio problema. Su especie corre peligro de desaparecer. Necesitan un líquido vital que se agota con rapidez, y cuando ya no lo tengan, sólo podrán recurrir a la sangre de los inferiores, seres aún más indefensos que sus siervos, y que vienen a ser los humanos, a los que pueden acceder muy fácilmente.  Pero la falta del vital líquido no es el único problema. El peligro llega por todos lados. Aparece un ser malvado, se supone que muerto mucho tiempo atrás, del que casi nada se sabe pero que a todos hace temer.
También aparece Baon, un joven inferior que resulta no ser tan débil como todos creen y sí más valiente que muchos. Entre él y Albram surge una extraña enemistad porque no se conocieron en el momento más oportuno. Sin embargo, y aunque no lo dicen, cada uno se siente impresionado por el otro. Son muchas las cosas en las que se parecen y todo indica que ellos no lo ignoran.
Albram y Baon, cada quien por su lado, van descubriendo misterios de los cuales la novela está llena. Pero vuelven a juntarse en un final sorprendente donde los dos  hacen la parte que les toca lo mejor que pueden. Y justo es decir que el final es extraordinario. Bien elaborado y siempre lleno de misterios, como debe de ser precisamente un final para que una historia valga la pena.
Al igual que otros libros que he reseñado, El príncipe de la soledad, obra de Adam J. Oderoll, puede comprarse en Amazon en formato digital. Bien vale la pena adentrarse en esta  historia que, en muchos aspectos, es excelente. Una autentica joya.

sábado, 21 de abril de 2012

El arte de la guerra (Sun Tzu)


Sun Tzu fue un general chino que vivió hace dos milenios y medio. No está muy claro si ganó muchas batallas, pero por algo llegó a general, y algunos historiadores sí lo sitúan como un estratega brillante. Lo que sí está más o menos claro que hizo fue escribir un tratado sobre el oficio más viejo del mundo…: la guerra. Aunque debido a la antigüedad del documento siempre habrá controversia.
Lo que es bien cierto es que el texto existe y que además es magnifico. Ha sido estudiado por militares desde hace siglos para aprender, básicamente, cómo matar a otros antes de que esos otros los maten a ellos.
Si analizamos algunas batallas celebres de la historia, podemos ver que efectivamente los estrategas estudiaron y siguieron al pie de la letra las enseñanzas de este militar chino. Una muestra clara es la Batalla de Austerlitz, ganada por Napoleón a los emperadores Alejandro I de Rusia y Francisco I de Austria. Allí Bonaparte, como recomienda Sun Tzu, fingió debilidad todo cuanto fue necesario. Después, cuando la situación le era más favorable, demostró su demoledora habilidad.
Pero no sólo en las batallas de Napoleón puede verse una clara influencia de Sun Tzu, muchos otros militares han demostrado en el campo de batalla lo útil de este tratado. Y otros teóricos indudablemente lo han utilizado para enriquecer los propios. Hace poco reseñé El Príncipe,  de Nicolás Maquiavelo, obra en la que puede verse una clara influencia de Sun Tzu. Lo mismo ocurre, por poner otro ejemplo, en el libro De la guerra, escrito por el militar prusiano Carl von Clausewitz. También me he dado cuenta de que algunos historiadores, en sus obras sobre acontecimientos bélicos, lo ponen en la bibliografía, creo que para dejar claro a sus lectores que saben de qué trata una guerra. Por lo anterior es innegable que el librito, porque es en realidad un libro algo breve, justifica bien sus veinticinco siglos de vigencia.
Sun Tzu nos dice en él que aquel militar que siga sus consejos ganará la batalla sin duda alguna. Eso, evidentemente, no es del todo cierto. Si a un general le falta coraje, determinación y sangre fría, tendrá que ordenar la retirada así tenga un mejor ejército que su enemigo y el texto de Sun Tzu en sus manos.
No obstante, El arte de la guerra tiene una utilidad extraordinaria para quien no sólo lo entienda bien, cosa sencilla, sino que sepa valerse correctamente de él. El libro puede servir hasta para ganar un conflicto de chismes de vecindario, porque en este mundo toda competencia, por sencilla que sea, es, si se quiere ver así, una guerra.
Los empresarios, según parece, le hallaron la utilidad al tratado hace ya bastante tiempo,  pero también le puede servir a un entrenador deportivo, a un profesor que no puede con sus alumnos, a alguien que quiere divorciarse de su pareja y básicamente a todo el que tenga coraje para competir.

El arte de la guerra es un libro que deberíamos de estudiar todos porque nos ofrece las formas de ganar una batalla, en cualquier campo, aun no teniendo las armas que hacen falta para ello. Es una obra imprescindible hasta para los que no quieren jamás encontrarse en un conflicto, porque a los conflictos rara vez se entra por gusto, la mayoría de las veces llegan sin ser llamados.

viernes, 20 de abril de 2012

Soy leyenda (Richard Matheson)


A mediados del siglo pasado Richard Matheson sorprendió a los amantes de la ciencia ficción con una fascinante, aunque breve, novela de vampiros titulada Soy leyenda, un titulo que no se entiende hasta que no se ha leído la obra completa.
Lo extraordinario de la novela se debe a que Matheson replantea el tema del vampirismo. No pretende al igual que otros autores anteriores a él que se vea a los vampiros como una especie de súbditos de la oscuridad a los que no se les tiene que buscar una explicación lógica, sino aceptarlos como lo que son   y combatirlos por su naturaleza cruel y malvada.
Los vampiros de Matheson son producto de una bacteria que ha infectado a todos, vivos y muertos, levantando a los primeros y haciéndolos tan violentos e irracionales como los segundos. Únicamente un hombre ha podido mantenerse a salvo de esta plaga, Robert Neville, habitante de Los Ángeles, y por consecuencia es blanco de todos los vampiros que noche tras noche, al despertar, se dan cita a las puertas de su domicilio para intentar atraparlo.
Lo único interesante de la novela no es, como sería lógico pensar, el replanteamiento del vampirismo, sino la soledad en que vive Neville, después de haber perdido a sus seres queridos y soportar que Ben Cortman, su amigo y vecino, con el que a diario acudía al trabajo,  vaya cada noche a su casa a atormentarlo gritándole: ¡Sal, Neville!
La vida de Neville es bastante monótona. Por las noches permanece en su casa encerrado, recordando cuando su mundo era normal, emborrachándose y escuchado música, mientras sus enemigos claman afuera por su garganta. Ellos no pueden entrar, pero sí que le causan destrozos. Cuando llega el día, Neville repara su casa, se aprovisiona de víveres y les devuelve la visita a los vampiros, quienes temerosos del sol se escoden a dormir donde pueden deseando que su enemigo no los encuentre.
Pero Neville sí encuentra a muchos y no siente remordimiento alguno al matarlos, aunque cada día sale con la intención de encontrar a Cortman, su vecino, quien ya lo tiene aburrido con sus mismos gritos cada noche: ¡Sal, Neville! Pero extrañamente jamás puede dar con él.
Un mal día Neville encuentra a un perro malherido y cree que su soledad, en parte, ha llegado a su fin. Pero no logra salvarlo y se sume en una profunda tristeza. No pocas veces se llega a plantear la idea de salir de noche y satisfacer los deseos de su viejo amigo Cortman. Entiende que su situación es insostenible y se da a la tarea de buscar una explicación para lo que ha ocurrido.
Aquí es donde Matheson pretende abusar un poco de la ingenuidad del lector, porque Neville, un hombre alejado totalmente de la ciencia, después de leerse unos cuantos libros logra entender el origen y los secretos de los vampiros que lo acosan. Ya hecho un científico, encuentra a una joven y no puede creer que sea cierto. Después de tres años en completa soledad, por fin está frente a un ser humano que razona y siente.
Pero en aquella joven hay algo misterioso, y Neville, aunque la ve como su salvación, no confía del todo en ella. En cuanto descubre que también está infectada, ella le revela, no sin antes dejarlo inconciente, que hay una nueva sociedad surgida de entre los vampiros, que sus miembros están dispuestos a empezar desde cero y que para ello requieren eliminar a la criatura más peligrosa que día tras día los mata mientras duermen.
Entonces Neville descubre que para sus víctimas,  los infectados, el monstruo es él. Después de matar a tantos como ha podido, ya es una leyenda.
Novela extraordinaria que lejos de lo que pueda pensarse no es de terror. Y si algo lo provoca no son los vampiros, que casi siempre le resultan al protagonista inofensivos, sino la soledad que a éste tanto atormenta. 

jueves, 19 de abril de 2012

Los Reyes Católicos y los felipes


La imagen del rey Juan Carlos I de España, tras sus últimas aventuras, es la de un hombre ya físicamente muy ajetreado. Aparenta más de sus 74 años y es probable que el tiempo de que la corona cambie de cabeza esté cerca. Nunca se sabe, pero el Rey no se ve nada bien en una época en la que su imagen como monarca tampoco anda a las mil maravillas.
Y después de él, llegará al trono español otro Felipe. Los felipes  llegaron a España por la vía de los Habsburgo hace ya poco más de medio milenio. Los Reyes Católicos, ansiosos de encerrar a Francia entre reinos enemigos, pactaron un doble matrimonio con el emperador Maximiliano I de Habsburgo. Sus hijos, Juana y Juan, se casaron con dos archiduques de Austria: Margarita y Felipe.
Al poco tiempo a los ilustres Reyes su yerno empezó a desagradarles. Felipe, aparte de volver loca a Juana con sus infidelidades y al parecer con una que otra golpiza, siempre fue muy aliado del rey de Francia. Sus suegros estaban haciendo grandes esfuerzos para dejarles a sus hijos, a los de Felipe, el más poderoso reino del la cristiandad y por qué no decirlo también de Europa y él no lo valoraba. Fernando sencillamente odiaba a su yerno y no pocas veces se arrepintió de haberle entregado en matrimonio a su hija.
A la muerte de los Reyes Católicos, sus reinos, España pues, fueron a parar a manos de los Habsburgo, y después de aquel odiado yerno, hubo aún tres felipes más de la casa de Austria. Al ser desplazada ésta por los Borbones, el trono español fue ocupado por otro Felipe, que aunque Borbón y francés, se llamaba como su bisabuelo español Felipe IV.
Es cierto que los Reyes Católicos no fundaron España tal cual es hoy. Pero sí que hicieron demasiado para edificar el gran imperio que fue por muchos años. A su muerte ya habían financiado la aventura de Colón, más por deseos de Isabel que de Fernando, ya también Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, había demostrado el enorme poderío militar español en Italia, barriéndola de franceses, y, por si fuera poco, también habían acabado con el poder en la Península de los musulmanes.
Para no ir más lejos, sin los Reyes Católicos España jamás habría sido el gran imperio que alguna vez fue. Quizás habría continuado dividida en pequeños reinos, guerreando unos con otros, como ocurría en Italia. Paradójicamente, el fruto de sus esfuerzos lo gozaron y lo desperdiciaron varios felipes, que aunque eran sus descendientes, se llamaban como aquel yerno que tantos dolores de cabeza  les dio. Y todavía, si las cosas no cambian, falta que a España la gobierne, aunque simbólicamente y cuando menos, un Felipe más. 

miércoles, 18 de abril de 2012

Catalina la Grande (Joan Haslip)


Este día  voy a reseñar otro libro bastante interesante del que tampoco he encontrado ediciones recientes. Es una pena pero así son las cosas. Quizás en poco tiempo estará a la venta para leerse en e-reader, como ocurre en estos tiempos con libros descatalogados.  Pues bien, se trata de una biografía de Catalina II de Rusia, escrita por la autora británica Joan Haslip (1912-1994) en 1977.
Haslip fue de esos historiadores que se encaprichan mucho con la realeza, biografió a bastantes figuras de sangre azulada de diferentes países como a María Antonieta, Sissi, Maximiliano de México, Lucrecia Borgia, entre otros. Hizo algunas aportaciones que dieron tema para investigar a sus colegas y murió sin hacerse de mucho renombre en otras lenguas. Su obra se traduce, pero poco.
Su biografía de Catalina la Grande es buena sin ser excelente. Tiene errores, no  precisamente históricos,  pero sí literarios. Y la estructuración del libro pudo ser mejor. Sin embargo el retrato que nos ofrece de esta gran mujer es bien interesante. Y como buena historiadora no la crítica ni la cuestiona, más bien trata de entenderla. Catalina hizo mucho mal, pero eso era cosa bien común de los monarcas de entonces.
Nació en 1729 como alemana, llamándose Sofía y siendo princesa, pero princesa sin importancia, de las que había cientos. No era, como puede pensarse, hija de un rey, sino de un príncipe soberano entre comillas que pasó a la historia sin pena ni gloria. Y si alguien se acuerda de él se debe a que fue padre de una de las mujeres más listas de la historia.
Cuando Sofía era apenas una adolescente, la emperatriz de Rusia, Isabel I, andaba buscando esposa para su sobrino Pedro, otro adolescente feúcho y con bien poco cerebro. Pero como Rusia era una monarquía muy desprestigiada en Europa, una princesita sin importancia, como Sofía, habría de bastar, porque lo que quería la Emperatriz era una mujer que pariera herederos de la dinastía Romanov, sanos, fuertes y lo más pronto posible. 
Sofía fue a Rusia acompañada de su madre, una mujer ambiciosa que primero pensaba en ella, después en ella y probablemente en sueños se acordaba de su hija. Su novio no le gustó. Pedro era tal vez más tonto que feo. Pero Sofía no ignoraba lo bien que la había tratado la suerte. Aprendió lo más pronto que pudo el ruso y nada le costó cambiar de religión y de nombre.
Al poco tiempo habría de revelarse una mujer tan ambiciosa como su madre, pero con la oportunidad de hacerse de cuanto poder deseaba. Cuando su esposo subió al trono, no dudó en planear su derrocamiento y posterior asesinato. Pero no se conformó con Pedro. Catalina, siendo una no muy querida princesa alemana, llegaría a despacharse a dos emperadores de Rusia miembros de la dinastía Romanov: su esposo y el pariente de éste, Iván VI.
Le tomó pronto un descomunal amor al poder. Cuando su hijo Pablo alcanzó la mayoría de edad, ni siquiera se planteó la idea de cederle la corona. Antes lo habría matado si intentaba desbancarla.
Pero, a pesar de su forma de proceder en política, Catalina constantemente necesitaba sentirse amada, como cualquier otro ser humano. A su esposo nunca lo vio guapo y si engendraron un hijo fue por pura necesidad. Pero ella, a pesar de que podía salirle caro, nunca se abstuvo de tener amantes, a los que trató siempre muy bien, ya siendo emperatriz, los llenó de riquezas y títulos nobiliarios. A Stanislao, un polaco al que amó como loca y que al igual que otros de sus amantes la embarazó, lo hizo rey de su país. A otro, Potemkin, le dio el poder para que hiciera de Rusia lo que se le antojara.
No era guapa, pero sabía gustar, además era la Emperatriz, por ello los amantes entraban y salían de su vida gustosos. Los nobles que querían sus favores siempre estaban buscando a un buen prospecto para llevarlo a la cama de Catalina. Se esmeraban en conseguir jóvenes fuertes, atractivos y bien armados. Pero la Emperatriz aun así tenía a su catadora para que le averiguara si sus posibles amantes eran lo que prometían ser.
Joan Haslip escribió una biografía algo extensa, digna de una mujer que hizo mucho  que merece ser contando. Es una pena que por unos cuantos años no fue contemporánea de Napoleón. El duelo habría sido formidable.

martes, 17 de abril de 2012

Un mundo feliz (Aldous Huxley)

Hoy quiero hablar de una obra fascinante que desde el principio transmite una terrible soledad. Sí, es una novela que exhibe una sociedad futura, que sencillamente replantea el mundo, pero es una novela dedicada a la soledad, porque todos los personajes, y más uno que todos, están muy solos.
Un mundo feliz es un clásico. Es la obra, ni duda cabe, más celebre del británico Aldous Huxley. En ella el autor nos plantea un modelo de sociedad único y muy diferente a los que tenemos hoy y a los que había hace ochenta años, cuando se publicó.
En esta utópica  sociedad hay esclavitud. Pero no importa, porque los esclavos son felices. Se les educa desde la infancia para sentirse orgullosos de ser lo que son y contentos de no ser otra cosa.
A tan extraordinario modelo de sociedad se ha llegado después de una gran guerra, y hay principios establecidos por el Estado contra los que no se puede discrepar. Ya no hay lugar para lo viejo, ni para lo nuevo, sólo para ser feliz. Porque el Estado lo único que exige es que las personas sean felices. El dolor por la perdida de un ser querido se ha erradicado, como también la vejez, el hambre, la fealdad y hasta los dolores de parto. No existe razón alguna, por tanto, para que alguien sea infeliz.
Y como de amor se sufre, amar también está prohibido. El Estado inclusive exige la promiscuidad. Las drogas, el dilema de hoy, están legalizadas. Su consumo es obligatorio como otro requisito indispensable para ser feliz. Si alguien se siente un poco triste, sólo tiene que drogarse para no desentonar en un mundo lleno de felicidad.
Sin embargo, hay personas que no pueden ser tan felices. Bernard Marx, por ejemplo, no lo es. Aunque pertenece a la casta superior, un problema al momento de su fabricación provocó que saliera un tanto feo. Las mujeres no lo ven como blanco de su promiscuidad, y eso, entre otras cosas, le hace ser muy inestable. No encaja en la sociedad a la que pertenece. Su soledad, dadas las rígidas normas imperantes, es incurable.
Lenina Crowne es una mujer, dentro de su sociedad, perfecta: guapa, inteligente, eficiente y en la medida de lo posible promiscua. Pero también es un tanto inestable. No siempre se presta a ser feliz, como se le exige que sea, y tratando de liberarse un poco de la ansiedad que la acosa se relaciona con Bernard. Juntos van a una reserva de salvajes, algo que los hombres felices ven como un zoológico, y allí encuentran a John, el Salvaje, uno de los personajes más solitarios de la literatura universal.
A John no lo quieren donde vive porque es diferente a todos. Lenina y Bernard se lo llevan a otro lugar donde su suerte será peor. John es un joven romántico, tradicionalista, amante de Shakespeare, y adonde va todo eso está prohibido. Se enamora perdidamente de Lenina, y ella también de él, pero él quiere empezar la relación con romanticismo y ella con sexo. No se entienden.
La situación de John es sencillamente terrible. Es visto como una rareza, que lo es, y el corazón se le parte al lector al comprender que el pobre John, vaya adonde vaya, y pase el tiempo que pase, nunca jamás encontrará un lugar donde pueda vivir feliz.
Todos han sido educados para sobrevivir en la soledad a la que se les condena prohibiendo el amor y el afecto, pero John no y ya, siendo un adulto, no es posible reeducarlo. Su tormento lo seguirá allá donde vaya, y de hecho, sólo hay un lugar al que puede ir.
El trabajo de Huxley en ésta su obra maestra es estupendo. Realmente logra encerrarnos en su sociedad perfecta y también que estemos esperando terminar el libro para salir de ella, y si es posible tenderle una mano al infeliz de John para sacarlo de allí.

lunes, 16 de abril de 2012

Napoleón II y sus primos Habsburgo

Esta  pintura la realizó el artista poco conocido  Johan Elder un año antes de que muriera Napoleón II, o el duque de Reichstadt, como se le conoció en Austria. Se trató de un regalo de la archiduquesa Sofía, madre de los emperadores Francisco José de Austria y Maximiliano de México, para su suegro Francisco I, el primer emperador de Austria que también fue el último del Sacro Imperio Romano Germánico.
La intención de la Archiduquesa fue reunir en un solo cuadro a los nietos del emperador Francisco, pero como los hijos de María Leopoldina, emperatriz de Brasil, estaban muy lejos y los que había tenido en secreto la ex emperatriz de Francia María Luisa con el conde Adam von Neipperg se suponía que no existían, sólo pudieron reunir a tres de los nietos del Emperador.
El joven rubio de aparentemente veinte años de edad es el mismísimo Napoleón II, la niña es María Carolina, hija de la archiduquesa María Clementina, y el bebé no es otro que el emperador Francisco José I de Austria, quien gobernó durante sesenta y ocho largos años y murió poco antes de que terminara la Primera Guerra Mundial, la misma que pondría fin al Imperio de su ancestral familia.
Aunque Napoleón II murió cuando Francisco José era aún muy pequeño, logró conservar algunos recuerdos de él, o por lo menos lo consideró siempre como un miembro de su familia, porque cuando Napoleón III se hizo con el poder en Francia, le pidió repetidas veces que le entregara los restos mortales de su primo, pero el emperador de Austria se negó siempre. Tuvo que ser Hitler muchos años después quien devolviera el cuerpo del duque de Reichstadt a los franceses, quizás como compensación por la terrible humillación militar que les había causado. 

domingo, 15 de abril de 2012

Los Habsburgo (Dorothy Gies McGuigan)


Pasa algunas veces que leemos un libro extraordinario y cuando nos disponemos a buscar información sobre el autor en Internet no encontramos absolutamente nada, ni su biografía, ni otras obras suyas y ni siquiera su nacionalidad, nada. Como si no existiera. Cosa rara, porque hasta de quienes escriben obras insufribles a veces se encuentra algo, o mucho. Todo depende de qué tan leído sea. Por otro lado, no niego que el hecho de que el autor sea desconocido le imprime misterio y lo hace interesante, en lo que a mí respecta, claro.
Lo anterior me ha ocurrido con Dorothy Gies McGuigan, autora del libro Los Habsburgo. Apenas puedo creer que sobre ella sólo sea posible hallar bien poco en la red y que tenga que conformarme con suponer que es, o fue, de nacionalidad inglesa y que el único libro que escribió es el que hoy nos ocupa, editado en inglés en 1966 y pasado al español en 1971 por Grijalbo.   
El libro inicia con el primer Habsburgo que cobró importancia, el conde Rodolfo, porque eso eran allá por el siglo XIII, condes, lo de archiduques vino mucho después. El ya mencionado Rodolfo logró, por métodos que aún no están muy claros, ser elegido emperador del Sacro Imperio Romano Germánico en 1273. Pero el gusto a la familia no le duró mucho, la corona en ese entonces no era hereditaria y había que disponer de recursos y mañas para conservarla. No la conservaron después de Rodolfo, pero con el tiempo volvieron a adueñársela.
En aquellos turbulentos años los matrimonios eran, aparte de las guerras, la única vía para hacerse de territorios y de capital. Los Habsburgo no lo ignoraban, y recurrieron a varios convenientes matrimonios para conseguir poder. El primero fue el del archiduque Maximiliano con María de Borgoña en 1477 (para entonces los Habsburgo ya eran archiduques), el cual les sirvió para obtener incalculables riquezas y los Piases Bajos.
Pero el matrimonio que llevó a los Habsburgo a adueñarse de más o menos medio mundo fue el del archiduque Felipe, el Hermoso, con Juana de Castilla, aquella reina que de amor de volvió loca. Carlos, el primer hijo varón de este matrimonio, gobernó España, más de la mitad de Italia, los Países Bajos, lo que entonces era el Sacro Imperio y buena parte del entonces todavía desconocido Conteniente Americano, entre otros territorios sembrados por todas partes.
Para administrar bien su enorme patrimonio, la familia se dividió en dos ramas. Una vivía en España y la otra en Austria. Para no romper los lazos familiares, los archiduques austriacos se casaban siempre con sus primas españolas y lo mismo hacían los infantes españoles con sus primas austriacas. Nadie sabía entonces las consecuencias de abusar de la endogamia. Los miembros de las parejas eran primos por partida doble o triple. Eso fue lo que, dos siglos después, provocó que los Habsburgo desaparecieran de España, los legítimos, porque los bastardos, sobre todo los de Felipe IV, quedaron sembrados por toda la Península.
Pero en Austria, a pesar de las constantes guerras, el Imperio familiar sobrevivió mucho más tiempo que en España. Cuando Napoleón Bonaparte amenazó con despojarlos de sus territorios, lograron calmarlo dándole como esposa a una archiduquesa que a juicio de los cronistas de la época era bastante fea. Y aun cuando sobrevivieron a Bonaparte, su Imperio quedó herido de muerte, aunque la agonía duró un largo siglo.
Los Habsburgo se resistieron a perder su influencia y poder. Recurrieron a cuantos métodos creyeron oportunos para conservar su Imperio, algunas veces soldándole a éste territorios habitados por personas que no querían ser sus súbditos. Un Habsburgo llegó a viajar a México para consolidar un imperio en el nuevo mundo, por si en el viejo ya no los querían, pero poco tiempo después le fusilaron.
Cuando el Imperio ya difícilmente se mantenía de una sola pieza, vino la Gran Guerra y lo desapareció por completo. Pequeños países huérfanos y habitantes confundidos fue lo que quedó del que había sido en el pasado el imperio más extraño y tolerante del mundo, y quizás de todos los tiempos, porque el nacionalismo probablemente ya no va a permitir que vuelva a existir algo igual, no por lo menos en este tiempo.
Como puede verse en la bibliografía, la investigación de la desconocidísima Dorothy Gies McGuigan para escribir este libro fue titánica. Tuvo que pasarle el ojo encima a una descomunal cantidad de ensayos de historia, biografías, memorias, cartas de familia y demás documentos para poder hablar sobre una familia que gobernó en Europa seis siglos y medio, tanto tiempo como ninguna otra.

viernes, 13 de abril de 2012

El Aguilucho (André Castelot)


El historiador franco-belga André Castelot (1911-2004) escribió bastantes libros en los que biografió de buena manera a personajes  muy celebres de la Revolución francesa en adelante. Sus favoritos, como puede verse en su obra, fueron los miembros de la familia Bonaparte, empezando por el propio Emperador. Pocos historiadores han sido tan expertos en la vida de Napoleón como él.
Su adicción por el famoso corso se extendió a su hijo legítimo, Napoleón II o el Rey de Roma, para los franceses; el duque de Reichstadt o Franz, para los austriacos; y el Aguilucho para el resto del mundo. Castelot le escribió una extraordinaria biografía a este desafortunado joven que no tuvo tiempo de hacer nada. Murió cuando apenas tenía veintiún años.
Resulta un poco extraño que se le dediquen libros a un personaje no por lo que hizo, sino por lo que se esperaba que hiciera. El Duque jamás tomó una decisión que pudiera alterar en absoluto el curso de la historia. No gobernó, no fue a batalla alguna, de hecho simplemente soñó, como cualquier joven. Pero aun así le tenían mucho miedo. Quizás el que más le temía era su propio abuelo, Francisco I, quien también, a pesar de todo, lo quería.
Pero a casi todos los reyes de Europa la existencia de ese joven los inquietaba. Era el hijo del león, lo sabía todo el mundo, y con eso bastaba para que fuera peligroso. Incluso presionaban a su abuelo para que lo obligara a tomar los hábitos. Sí, querían al hijo de Napoleón con sotana, así quizás podría llegar a Papa, pero no a mariscal ni a emperador.
El interés por el que nació príncipe, fue bien pronto rey y terminó como simple duque surgió por el  hecho de que Napoleón, no el primero ni el tercero sino más bien el único, era su padre. Él planeó su destino desde mucho antes de que naciera. Le escogió la mejor madre en el terreno de la aristocracia y al nacer le dio los títulos más ostentosos. Europa entera, la mayor parte a regañadientes, celebró su venida al mundo.
Fue, a pesar de ser hijo de quien era, un buen niño. Le gustaba regalar sus juguetes, siendo que los niños comúnmente ni siquiera los prestan. El exceso de atenciones no lo hizo en extremo un niño mimado. Otro  con la mitad de esas atenciones tal vez se habría sentido un semidiós. A juzgar por su padre, era sólo un poco perezoso. Pero tomando en cuenta el ritmo de vida del Emperador cualquier persona en el mundo habría sido perezosa a los ojos de él.
Lamentablemente para el Rey de Roma, su desgracia le habría de llegar de la mano de su padre, quien no se conformaba con demostrar su poder constantemente. Llegó el momento en que se le terminaron sus soldados y entonces lo vencieron. Y el niño dejó de ser rey, y también príncipe. Ya en el exilio, su abuelo se compadeció de él y lo hizo duque, casi como sus parientes austriacos, simplemente le quitó el archi.
Pero a cambió de darle un nombre y una educación propia de un verdadero archiduque,  le quitó la libertad. El emperador Francisco I quería a su nieto, sí, pero el hijo de Napoleón lo atemorizaba, por ello tomaba sus precauciones. De una u otra forma, todo mundo sentía algo por él. Hasta los reyes querían verlo. A la mayoría sólo les inspiraba curiosidad. Querían saber si se parecía a su padre, y todos coincidían en que a pesar de ser rubio como los Habsburgo, sus ojos, terribles, eran los de Napoleón.
En cuanto se hizo hombre, en todas partes lo querían como gobernante. En Francia más que en cualquier otro lado. Pero también allí le odiaban. La situación de su abuelo era difícil. No ignoraba que su nieto lo apreciaba, de hecho era al único Habsburgo al que respetaba, pero tampoco ignoraba que deseaba seguir el destino que le había trazado su padre, y eso significaba problemas para Europa.
No fue, a pesar de todo, necesario encerrarlo u obligarlo a tomar los hábitos, el Duque les resolvió el problema muriéndose, sin volver jamás a Francia, donde el ejército se hubiera echado al suelo para besarle los pies. No tuvo tiempo de hacer nada significativo, para muchos incluso murió casto. Aunque otros aseguraron que fue el padre biológico del que llegaría a ser emperador y también mártir de México, el archiduque Maximiliano. Y otros, aún más atrevidos o más soñadores, llegaron a insinuar que el emperador de Austria, Francisco José I, también era de sangre Bonaparte por culpa del Duque. Leyendas todas con las que los franceses quisieron vengarse de los austriacos por haberles robado a su príncipe.
El libro es más fácil de encontrar en español con el nombre de El Rey de Roma, y lamento decir que no he hallado una edición reciente. Es una lastima porque se trata de una excelente biografía, pero quien domine el inglés puede adquirirlo con el mismo titulo, The King of Rome

jueves, 12 de abril de 2012

El Príncipe (Nicolás Maquiavelo)


Nicolás Maquiavelo vivió en una época difícil y en un país aún más difícil. En sus tiempos no había conceptos tan sagrados hoy como integridad territorial, soberanía o gobernante legitimo. En aquel rompecabezas que era la Italia renacentista se valía de todo. Envenenar al hermano, al primo o al padre, mandarlos matar en la oscuridad de la noche para ocupar su puesto, invadir pequeños territorios para apoderarse de ellos, pasar a cuchillo a rivales por aristocráticos que fueran, entre otros tantos tipos de atrocidades, eran moneda común, demasiado común. Los gobernantes tenían que ser poco más que despiadados para salvar, antes que cualquier otra cosa, la vida y luego para poder durar en el puesto y agrandar su territorio.
En este caldero hirviendo no podía haber buenos gobernantes que también fueran buenos en el sentido moral de la palabra. Maquiavelo así lo entendió y se dio a la tarea de escribir un ensayo para sentar las bases de lo que habría de ser, según él, un buen gobernante o, mejor dicho, un gobernante eficiente.
Usó los acontecimientos históricos más revelantes de su época, muchos ocurridos en la propia Italia, para explicar su teoría respecto a cómo tenía que actuar un gobernante para tener éxito. El resultado fue un libro algo breve, bastante bien escrito y repleto de frases y reflexiones sencillamente extraordinarias. El entorno en el que vivía Maquiavelo, bastante hostil, con gobiernos efímeros y gobernantes con triste final, lo llevó a desarrollar una teoría bastante contundente y libre de hipocresías con frases como: a los hombres hay que conquistarlos o eliminarlos. Nada de términos medios, si un puñado de súbditos no querían serlo sencillamente tenían que desaparecer.
Las teorías de El Príncipe siguen vigentes no sólo porque Maquiavelo fue muy acertado al juzgar los acontecimientos de su tiempo, sino porque lo que ha venido ocurriendo después a muchos países y gobernantes no escapa a los lineamientos establecidos por él. Para evitar una guerra nunca se debe dejar que un desorden siga su curso dijo Maquiavelo, y la historia reciente nos demuestra que los desordenes no controlados a tiempo siempre terminan en cosas terribles.
Como hombre muy propio de su tiempo, Maquiavelo poco se fija en lo moralmente correcto al momento de darnos sus consejos, para él el hecho de que un gobernante fuera brutal poco importaba. Dividió a los príncipes en dos grupos solamente: los que conseguían sus propósitos, que a la vez eran zorro y león, y que podían carecer de virtudes pero aparentar muy bien tenerlas; y los que simplemente no conseguían sus propósitos, a los que criticó duramente. Maquiavelo en nuestro tiempo habría elogiado a un dictador que se perpetúa medio siglo como amo y señor de su país a costa de sangre y más sangre por su logro
Y eso fue precisamente lo que el hizo con el temible duque Valentino, es decir, César Borgia, el más asesino de los Borgia -familia que practicaba asiduamente el oficio-, capaz de los crímenes más perversos para satisfacer su ambición. Pero Maquiavelo no veía los crímenes, sino los logros, y de éstos César alcanzó muchos con ayuda de su crueldad y de su poderoso padre, el santo padre. Ante las proezas del temido Duque, Maquiavelo se quedó perplejo y lo dejó más que claro: No me cansaré nunca de elogiar a César Borgia y su conducta. En tal caso El Príncipe no es un manual para hacer el bien, sino para hacer cosas grandes aunque estén cimentadas en crueldad.
Pero allí no termina la obra. Su autor sin duda pensó sólo en crear un libro para orientar a los gobernantes en su forma de proceder, pero El Príncipe es hoy para muchos un manual de vida y en el mejor de los casos para empresarios una guía del éxito. Salió a la luz en 1513 y sigue vigente. Y tomando en cuenta que cambia el mundo pero el hombre, en cuanto a sus ambiciones, siempre es el mismo, El Príncipe seguirá siendo un manual nada desdeñable hasta que el hombre deje de existir, si es que eso ocurre algún día.

miércoles, 11 de abril de 2012

¿El Vaticano es una empresa?


Los cuestionamientos que se hacen a menudo sobre la verdadera finalidad de la institución que es el Vaticano no son sólo de ateos y opositores a la Iglesia Católica, también los hacen personas sensatas y bienintencionadas, que opinan sin insultos, sin descalificaciones y con argumentos bien sólidos.
He leído apenas un artículo del periodista exiliado cubano Carlos Alberto Montaner titulado Vaticano, Inc. (Con perdón) que me ha parecido muy interesante, y en el que explica las cosas de forma bastante sencilla:

Como cualquier empresa, el objetivo de Vaticano INC.  es ganar y mantener nuevos adeptos (salvar almas) en competencia con otras compañías que ofrecen servicios parecidos. 

Pero es mejor leerlo completo. El artículo está en el Diario de América, donde yo lo leí, y también en muchos otros, porque Montaner es uno de los periodistas más leídos en lengua española.

martes, 10 de abril de 2012

La vida en México. Durante una residencia de dos años en ese país (Marquesa de Calderón de la Barca)

La Marquesa de Calderón de la Barca es, o más bien fue, a pesar de su titulo tan hispano, de nacionalidad escocesa. No fue, desde luego, descendiente directa del famoso escritor del Siglo de Oro, ni siquiera guardan parentesco alguno. Nació en 1804 y le dieron el nombre de Frances Erkine Inglis, se trasladó muy joven a vivir a Boston, y allí, ya un tanto mayorcita, se casó con un diplomático español llamado Ángel Calderón de la Barca.
Calderón, como lo llamaba ella, fue designado a finales de 1839 como el primer representante de España en México, cuando la reina Isabel II se resignó por fin a perder aquella colonia y decidió reconocerla como una nación independiente. Poco más de dos años después, Calderón y su ilustre esposa abandonaron el país.
Durante su estancia en México, Frances, una mujer culta, políglota y por demás interesante, escribió a su familia, afincada en Boston,  bastantes cartas, en las que contaba de todo más que de ella. En 1843 publicó en Boston La vida en México, un libro compuesto por cincuenta y cuatro de aquellas cartas. Poco tiempo después, el mismísimo Dickens la apoyó para que su obra saliera a la venta en Londres.
Al pasar poco más de un siglo el libro se convirtió en una obra casi de culto en México, donde se edita con frecuencia y no pasa nunca desapercibido para quien se interesa en la historia del país. En España tardó aún medio siglo más en aparecer, con una traducción diferente a la de México. Y hoy en día es considerado uno de los mejores libros de viajes de cuantos se escribieron en el siglo XIX. Es  evidente porque  Dickens creyó oportuno apoyar su difusión.
En La vida en México la Marquesa de Calderón de la Barca nos cuenta simplemente lo que ve, pero a su manera. Desde el momento en que zarpó el barco que la llevó de Nueva York a Cuba, Frances empezó a plasmar en papel sus impresiones sobre la gente que la acompañaba, el mar y la propia nave. No se guardó nunca sus críticas quizás pensando que quedarían en familia, y gracias a eso escribió siempre con total libertad. Su prosa es excelente, su sarcasmo acido pero divertido y su manera de retratar lo que ve no deja de ser hasta cierto punto impresionante.
El libro nos revela, además de la vida en México en aquella época, a una mujer muy inteligente, muy culta y muy conciente de ello. No por nada años después, cuando quedó viuda, fue designada institutriz de la infanta Isabel, por la reina, un puesto del que no se hacía cualquiera, y posteriormente el rey Alfonso XII la hizo marquesa.
Su producción literaria no pasó de un libro más titulado El agregado en Madrid o bocetos de la Corte de Isabel II,  y, hemos de decirlo, eso es muy lamentable, porque Frances fue una mujer que escribió poco, pero que escribió bastante bien.

sábado, 7 de abril de 2012

Napoleón y María Walewska. La fiel amante del emperador (Jorge Zicolillo)


Los libros que retratan a las grandes parejas de la Historia pueden ser interesantes, sobre todo si uno de los integrantes de una de esas parejas es el militar más temido de todos los tiempos, Napoleón Bonaparte. La más celebre de sus mujeres es sin duda a la que más amó, Josefina, pero no por ello deja de ser interesante aquélla a la que siempre mantuvo oculta, que escribió junto con él una gran historia de amor y que, entre otras más cosas, le dio a su primogénito.
María Walewska era una noble, y ya señora, polaca cuando llegó a su muy desgraciado país Napoleón Bonaparte, el hombre más poderoso del mundo que era visto como poco menos que una divinidad por los polacos por la razón de que había humillado cuanto había querido a rusos y a austriacos, sus verdugos.
Cuando Napoleón conoció a María se encaprichó con ella. Y sin muchos preámbulos pretendió llevarla a su cama. Pero María era una mujer bien educada, noble pues, casada y con un hijo, y aunque su marido ya tenía muchísimos años y un pie en la tumba, ella no quería prestarse para ser la amante pública del Emperador. Pero el pueblo polaco, ansioso de hacerse con tan poderoso protector, orilló a la joven a convertirse en la amante del gran general.
Con el tiempo nació el amor y también un hijo, lo cual sorprendió al Emperador, quien, como no había podido embarazar a Josefina, madre ya de dos hijos de su primer esposo, creía que era estéril. Pero cuando Napoleón supo que María estaba embarazada, no dudó que el hijo que esperaba era suyo.
Y aunque se divorció de Josefina, básicamente porque no le podía dar un heredero, Napoleón no se atrevió a convertir a María en su esposa ni a Alejandro, su hijo, en su heredero. Para tales puestos tenía destinada a otra María, pero muy aristocrática ella, Habsburgo para más señas, y a otro niño, Napoleón, como el padre y, él sí, hijo legitimo.
El destino de María Walewska fue estar a la sombra de las esposas del Emperador, siempre escondida, dispuesta para consolarlo en sus derrotas, para amarlo y parar serle fiel como ninguna de sus esposas pudo serlo. Él era el hombre más extraordinario de su tiempo y ella sólo era una mujer romántica, él quería el mundo y ella tal vez únicamente a él, por eso en contadas ocasiones fueron felices juntos.
Napoleón y María Walewska me ha gustado. El autor posee un estilo agradable que impide aburrirse. Fue por eso que decidí buscar más obras suyas y me he encontrado con que fue acusado de plagio, al parecer de forma bastante evidente, entre otras cosas. Por lo que al libro se refiere, tiene por allí no pocas erratas, cosa a veces común en los libros que los editores deberían de esmerarse en evitar.
Al igual que con el libro de la reseña anterior, he visto que  éste, para quien quiera hacerse con él sin salir de casa, está a la venta en Amazon en formato digital. 

jueves, 5 de abril de 2012

Perfiles de coraje (John F. Kennedy)


En 1954 John Fitzgerald Kennedy era ya un senador presidenciable en los Estados Unidos. Aunque aún joven, era muy rico, guapo para las mujeres y poseía una oratoria que gustaba casi a todos. Le faltaba seducir a los que simplemente querían a un buen presidente, y ésa era la tarea más difícil. Algo así podía conseguirse con un libro, un buen libro.
A principios de 1956 el joven senador publicó Profiles in Courage, un libro extraordinario en el que abordaba a políticos norteamericanos que habían sacrificado su nombre, su honor y su futuro por el bien de su patria, o simplemente para no traicionar sus ideales. Ocho políticos en total fueron sacados de las brazas de la historia por el carismático JFK, empezando con un hijo de un presidente, John Quincy Adams, y terminando con otro, Robert A. Taft, pasando por el famoso Daniel Webster, a quien Kennedy admiraba por su gran oratoria.
En Perfiles de coraje se narra de manera dramática, a veces rayando en lo novelesco, la lucha desesperara de aquellos políticos que dieron lo mejor de sí en momentos cruciales de la historia de los Estados Unidos. Sabían que nadie les daría las gracias, por el contrario, les quedaba claro que estaban cavando su tumba en el terreno político; para algunos su proceder era lo mismo que tomar un tren que los llevaría muy lejos de la Casa Blanca. Aun así hicieron, según Kennedy, lo que era correcto, para lo cual se necesitaba un gran valor.
El libro fue una verdadera bomba, ganó el Pulitzer y le granjeó a Kennedy un enorme reconocimiento. Justo lo que buscaba en vísperas de iniciar su lucha para conseguir la candidatura a la presidencia por el Partido Demócrata. Pero, a pesar del éxito del libro, no todo lo que le acarreó a Kennedy le dejó buen sabor de boca. Desde tiempo atrás tenía como asesor a Theodore Sorensen, un joven abogado de gran talento, que al llegar a la presidencia le prestaría grandes servicios, entre ellos el de escribir sus discursos. Apenas un año después de que se publicó Perfiles de coraje empezó a correr el rumor de que no lo había escrito Kennedy, sino Sorensen.
Ambos negaron el hecho. Aunque el uso de negros literarios es muy común, sobre todo por políticos que quieren publicar libros impecables, de haberse probado aquello Kennedy habría perdido su prestigio y la confianza de su partido.
Como rumor quedó, y como tal perdura hasta nuestros días. Pero con los años la versión de que Sorensen es el autor del libro se ha venido fortaleciendo. Él le hacía prácticamente todo a Kennedy. Tomaba llamadas incluso imitándole la voz. El propio Kennedy llegó a decir que un hombre inteligente era aquél que se atrevía a rodearse de otros más inteligentes que él, y Sorensen pasó a la historia como el hombre que estuvo detrás de muchos de los logros de su jefe.
Sea quien sea el autor, lo cierto es que el libro vale mucho la pena. Lamentablemente, por lo que he podido averiguar, no se edita en la actualidad en español, como sí ocurrió en los años en que tuvo gran éxito. Pero quien domine el inglés y ya se haya hecho de un kindle puede comprarlo en Amazon. Perfiles de coraje está a la venta allí en formato digital.
Tal vez si no se edita en español es porque los editores no saben si pagar los derechos de autor a los herederos de Kennedy o a los de Sorensen. Gran dilema.