Entradas Héroes solitarios

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Reseñas de novelas de héroes solitarios

viernes, 20 de julio de 2012

Winston Churchill y el Káiser Guillermo II


La foto de arriba es una de esas imágenes de la historia que dicen mucho, más que varios libros juntos, si la sabemos interpretar. Fue tomada allá por 1909, y los protagonistas son nada menos que Sir Winston Leonard Sperncer-Churchill y el todopoderoso Guillermo II de Alemania, el último Káiser.
Cualquiera se preguntaría por qué antes incluso de la Primera Guerra Mundial, cuando nadie conocía a Churchill fuera de su entorno, el emperador de Alemania posaba junto a él para un fotógrafo. La respuesta es sencilla: antes que estadista e historiador, Churchill era un aristócrata, sin titulo nobiliario, pero nieto del duque de Marlborough. La familia había emparentado siglos atrás, bastardamente, eso sí, con un rey de Inglaterra. De esa rama descienden, para no ir muy lejos, los actuales duques de Alba. De allí que Guillermo no tuviera inconveniente en retratarse con él.
Otra cosa interesante de la fotografía es un dato que nos revela con nada más verla. Churchill medía 1.70 m, era, para la época, de estatura media. El Káiser, como puede verse, era más bajo que Churchill, aunque por las poses y los ostentosos uniformes militares, siempre lo hemos imaginado como un hombretón de metro noventa y pico. Nada más lejos de la realidad.

miércoles, 11 de julio de 2012

Napoleón IV, el emperador desconocido


En la historia de los imperios franceses, que fueron dos, hubo dos monarcas auténticos, que sí gobernaron, y otros dos que de príncipes no pasaron, aunque muchos en su momento quisieron llevarles la corona incluso a la tumba, lugar al que acudieron en la flor de la juventud.
Ya en este blog he hablado del duque de Reichstadt, un desafortunado joven que cobró fama gracias a su invencible padre y  que en la lista de los napoleones ocupó el segundo puesto sin haber gobernado jamás. Pero de su sobrino,  otro Napoleón, que llegó a ser conocido como Napoleón IV, fuera Francia se sabe poco.
Cuando Luis Napoleón, hijo al parecer solamente putativo de otro Luis, hermano del gran emperador, logró llegar al trono de Francia como Napoleón III, pensó rápidamente en hacerse de una adecuada esposa para tener un heredero y lograr lo que su poderoso tío no pudo: crear una dinastía que gobernara por siglos.
El problema era que a él no le tenían miedo los demás monarcas de Europa. A su tío le habrían dado a cualquier princesa para mantenerlo quieto, y no pedía por la buena, sino con disfrazadas amenazas. Pero a él, que pidió cortésmente, ninguna princesa quiso desposarlo. Al contrario, se burlaron de él. No era, como se decía entonces, de sangre real, ya era más que cuarentón y la guapura no era lo suyo.
Pero necesitaba una esposa, porque a pesar de ser un mujeriego incurable, y de tener su equipo de bastardos, para dejarle la corona necesitaba un hijo legitimo. No habiendo princesa disponible, se decidió por una condesa española, Eugenia de Montijo, muy bella y muy culta, que venía a ser el mejor partido que el Bonaparte podía hallar.
A principios de 1856 Eugenia parió al que sería su único hijo, Napoleón Eugenio. Con un doloroso parto de veinticuatro horas, no le quedaron ganas ni de volver a admitir en su cama a su marido por miedo a volver a embarazarse. Napoleón III, por su parte, estaba feliz con el acontecimiento. Eugenia le había dado un niño que sería joven justo cuando él ya fuera un anciano a medio camino entre los setenta y los ochenta. Su hijo no tendría que ser un principito heredero sesentón como el actual Carlos de Gales.
Pero la cosa en algún momento de ese idílico proyecto se truncó. A principios de la década de los 60s de ese siglo, el diecinueve, Eugenia convenció a su esposo de que invadiera México, porque ella, española, quería conquistar para luego rehabilitar a un país al que la unían lazos culturales.   
Napoleón, que quería contentarla por tantas infidelidades que ella no ignoraba, le dio gusto. Total, nada malo podría pasar. México era un país destrozado por las revoluciones y no tenía, al parecer, un ejército capaz de entretener por media hora al de Francia.
La cosa empezó mal desde el principio, el 5 de mayo de 1862, aniversario luctuoso nada menos que de Napoleón I, el ejército mexicano derrotó al francés a las afueras de la ciudad de Puebla. El acontecimiento era increíble, pero cierto. Allí empezaron las noches sin dormir de Napoleón III, que se veía impotente estando tan lejos de los campos de batalla.
El presidente mexicano, un indio llamado Juárez que de tonto no tenía un pelo, disolvió su ejército sabiendo que en las batallas a campo abierto pronto lo vencerían, pero que en la guerra de guerrillas tenía más posibilidades de ganar. Y así fue, gracias a esa desgastante estrategia y a la ayuda con armas de los Estados Unidos, el ejército francés se vio obligado a retirarse de México, y Juárez, que no perdonaba una ofensa, se dio el lujo de fusilar a Maximiliano I de Habsburgo, el príncipe europeo que había enviado Napoleón III para que gobernara México. 
Al volver el ejército francés a Europa sin laureles, Otto von Bismarck, el canciller de Prusia, supo qué tan débil era realmente Napoleón III. Ansioso de fundar un imperio alemán a costa de la derrota de Francia, buscó y halló la guerra que le serviría para lograr sus propósitos.
Napoleón, entonces ya un viejo enfermizo, hizo cuanto pudo para conservar su imperio. Llevó a su hijo de catorce años a los campos de batalla, e incluso lo dejó participar en los combates para infundir valor a los soldados, pero nada de eso sirvió. Francia fue humillada y derrotada muy rápidamente, y más rápidamente los franceses desconocieron a su Emperador, quien murió en el exilio, en Inglaterra.
El joven Napoleón Eugenio, proclamado por sus partidarios como Napoleón IV, quiso ganar fama de buen militar como se esperaba en un miembro de su probable familia. Se enroló en el ejército británico, el peor enemigo de su tío abuelo, y con la espada de éste en la cintura partió hacia África, donde lo mataron unos salvajes llamados zulúes, en 1879, cuando apenas era un joven de veintitrés años.
No es Napoleón IV tan recordado como su tío Napoleón II, a pesar de las similitudes, porque su padre no fue ni de lejos un genio como el primero de los napoleones, aquél que tenía a Europa aterrorizada mientras vivió. La fama de los padres a veces es crucial para la fama de los hijos.

domingo, 1 de julio de 2012

El príncipe de la soledad gratis en PDF


Hace unos meses reseñé El príncipe de la soledad, de Adam J. Oderoll, una imperdible novela del género fantástico, llena de misterios y con personajes que saben ganarse al lector, de las que son difíciles de hallar en estos tiempos con tanta bazofia que anda por allí.
Acabo de ver en el blog de la novela que puede descargarse gratis en formato PDF. Quien quiera echarle un ojo o leérsela de una vez,  pinche aquí. Doy fe de que no decepciona.


Napoleón y María Luisa


Napoleón se casó con su amadísima Josefina siendo muy joven y un tanto ingenuo en el amor, característica que conservó con los años. Todavía no era emperador, ni siquiera militar famoso. Había llegado a general con apenas veintitrés años, pero gracias a la Revolución que exigía oficiales capaces aunque fueran de la plebe debido a que los aristócratas ya los habían guillotinado.
Josefina se lo pensó mucho antes de darle el sí definitivo al generalito que no le gustaba nada físicamente, que era torpemente romántico, de pene pequeño (por si a ella le importaba el tamaño) y con porvenir muy dudoso. Pero finalmente se decidió porque, fuera como fuera, era un general y ella ya estaba madurando, su belleza pronto acabaría y entonces ya no habría siquiera un cabo corneta dispuesto a desposarla.
Nunca imaginó que aquel general aparentemente insignificante la llevaría al trono de Francia. Pero lo hizo. Y lo hizo porque la amaba con locura. Estaba entorpecido de amor y de pasión por ella y no deseaba más que hacerla feliz. Ella pensaba de manera diferente. Mientras él se batía como león en los campos de batalla, aprovechaba sus ausencias para hacerlo crecer con veinte centímetros de cuernos.
Pero Napoleón la perdonaba siempre. La amaba. Pero cuando llegó a emperador, le dio por amarse más a sí mismo. Entonces pensó en que, para que su grandeza fuera eterna, necesitaba un hijo. Josefina no se lo había dado, pero le atribuía el problema a él debido a que ella tenía dos hijos de su primer esposo. Napoleón sabía que eso era lógico y aceptaba su esterilidad. Josefina, que tonta no era, le ocultaba un accidente en el que se había golpeado fuertemente el vientre.
Mas todo cambió cuando la amante polaca del Emperador, María Walewska, quedó embarazada. Entonces Napoleón supo que él no era estéril y que podía conseguir un hijo legítimo que incluso fuera medio aristócrata. Para ello necesitaba divorciarse de Josefina, y lo hizo con las sencillas palabras: “Aún te amo, pero en política el amor no cuenta”.
Después se puso a analizar el mercado de princesas. Los monarcas de Europa le tenían pavor, ya los había vencido demasiadas veces y no le costaba nada incluso destronarlos para colocar a uno de sus hermanos en el trono que se le antojara, como era su costumbre.
Le echó el ojo a la hermana del zar Alejandro I de Rusia, casi una niña y él ya era un cuarentón. El Zar no dijo que no, pero tampoco que sí, con la esperanza de que Napoleón pusiera sus ojos en otra parte. Y lo hizo. Más aristocráticos que los Romanov eran los Habsburgo. Y el emperador Francisco I tenía una hija apenas unos años mayor que la hermana del Zar que se ajustaba perfectamente a los deseos de Napoleón.
Para el emperador de Austria aquello era terrible. Darle a su hija, una archiduquesa, a un general corso aristocratizado por la vía de las armas y al que odiaba profundamente era algo inconcebible. Jamás se había visto tal cosa. Pero Austria estaba muy cerca de Francia, los ejércitos franceses podían llegar allí en cuestión de días, ¿qué podía hacer?
Por otro lado, ser el suegro del hombre más poderoso del mundo significaba, así lo creía Francisco, la paz con él. María Luisa, la archiduquesa, lloró y lloró. No quería ser la esposa de Napoleón. Pero, aristócrata como era, sabedora de que las princesas eran para esos fines, aceptó por fin su destino. Cuando llegó a Francia contrastó enormemente con su esposo. Él apenas le llegaba al cuello y la diferencia de edades era notable.
Pero se encariñó con su puesto de emperatriz, Napoleón era bueno con ella. Lo consideró buen amante (no había conocido otros, pero lo haría), y al poco tiempo se declaró profundamente enamorada del Emperador y completamente feliz. Pero su esposo era más adicto a la guerra que a cualquier otra cosa. Y la guerra terminó por destruirlo, entonces ella no dudó mucho en volver con su padre. Conoció a un militar alto, tuerto, fanfarrón, y se convirtió en su amante. Adam von Neipperg no era un genio para la guerra como Napoleón, pero sí mejor amante y eso a la archiduquesa le bastaba.
Se olvidó por completo de Napoleón. La aterrorizaba la idea de tener que ir junto a él a la isla de Elba. Y cuando murió dijo, contradiciéndose a sí misma, que jamás lo había amado. En eso fue bien correspondida. Napoleón tampoco la amó. Desde que se fijó en ella dejó bien claro que lo que él quería era un vientre adecuado para que pariera a su hijo. A la que realmente amó el Emperador hasta el día de su muerte fue a Josefina, aquélla que, para su desgracia, tampoco lo amó a él.