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miércoles, 11 de julio de 2012

Napoleón IV, el emperador desconocido


En la historia de los imperios franceses, que fueron dos, hubo dos monarcas auténticos, que sí gobernaron, y otros dos que de príncipes no pasaron, aunque muchos en su momento quisieron llevarles la corona incluso a la tumba, lugar al que acudieron en la flor de la juventud.
Ya en este blog he hablado del duque de Reichstadt, un desafortunado joven que cobró fama gracias a su invencible padre y  que en la lista de los napoleones ocupó el segundo puesto sin haber gobernado jamás. Pero de su sobrino,  otro Napoleón, que llegó a ser conocido como Napoleón IV, fuera Francia se sabe poco.
Cuando Luis Napoleón, hijo al parecer solamente putativo de otro Luis, hermano del gran emperador, logró llegar al trono de Francia como Napoleón III, pensó rápidamente en hacerse de una adecuada esposa para tener un heredero y lograr lo que su poderoso tío no pudo: crear una dinastía que gobernara por siglos.
El problema era que a él no le tenían miedo los demás monarcas de Europa. A su tío le habrían dado a cualquier princesa para mantenerlo quieto, y no pedía por la buena, sino con disfrazadas amenazas. Pero a él, que pidió cortésmente, ninguna princesa quiso desposarlo. Al contrario, se burlaron de él. No era, como se decía entonces, de sangre real, ya era más que cuarentón y la guapura no era lo suyo.
Pero necesitaba una esposa, porque a pesar de ser un mujeriego incurable, y de tener su equipo de bastardos, para dejarle la corona necesitaba un hijo legitimo. No habiendo princesa disponible, se decidió por una condesa española, Eugenia de Montijo, muy bella y muy culta, que venía a ser el mejor partido que el Bonaparte podía hallar.
A principios de 1856 Eugenia parió al que sería su único hijo, Napoleón Eugenio. Con un doloroso parto de veinticuatro horas, no le quedaron ganas ni de volver a admitir en su cama a su marido por miedo a volver a embarazarse. Napoleón III, por su parte, estaba feliz con el acontecimiento. Eugenia le había dado un niño que sería joven justo cuando él ya fuera un anciano a medio camino entre los setenta y los ochenta. Su hijo no tendría que ser un principito heredero sesentón como el actual Carlos de Gales.
Pero la cosa en algún momento de ese idílico proyecto se truncó. A principios de la década de los 60s de ese siglo, el diecinueve, Eugenia convenció a su esposo de que invadiera México, porque ella, española, quería conquistar para luego rehabilitar a un país al que la unían lazos culturales.   
Napoleón, que quería contentarla por tantas infidelidades que ella no ignoraba, le dio gusto. Total, nada malo podría pasar. México era un país destrozado por las revoluciones y no tenía, al parecer, un ejército capaz de entretener por media hora al de Francia.
La cosa empezó mal desde el principio, el 5 de mayo de 1862, aniversario luctuoso nada menos que de Napoleón I, el ejército mexicano derrotó al francés a las afueras de la ciudad de Puebla. El acontecimiento era increíble, pero cierto. Allí empezaron las noches sin dormir de Napoleón III, que se veía impotente estando tan lejos de los campos de batalla.
El presidente mexicano, un indio llamado Juárez que de tonto no tenía un pelo, disolvió su ejército sabiendo que en las batallas a campo abierto pronto lo vencerían, pero que en la guerra de guerrillas tenía más posibilidades de ganar. Y así fue, gracias a esa desgastante estrategia y a la ayuda con armas de los Estados Unidos, el ejército francés se vio obligado a retirarse de México, y Juárez, que no perdonaba una ofensa, se dio el lujo de fusilar a Maximiliano I de Habsburgo, el príncipe europeo que había enviado Napoleón III para que gobernara México. 
Al volver el ejército francés a Europa sin laureles, Otto von Bismarck, el canciller de Prusia, supo qué tan débil era realmente Napoleón III. Ansioso de fundar un imperio alemán a costa de la derrota de Francia, buscó y halló la guerra que le serviría para lograr sus propósitos.
Napoleón, entonces ya un viejo enfermizo, hizo cuanto pudo para conservar su imperio. Llevó a su hijo de catorce años a los campos de batalla, e incluso lo dejó participar en los combates para infundir valor a los soldados, pero nada de eso sirvió. Francia fue humillada y derrotada muy rápidamente, y más rápidamente los franceses desconocieron a su Emperador, quien murió en el exilio, en Inglaterra.
El joven Napoleón Eugenio, proclamado por sus partidarios como Napoleón IV, quiso ganar fama de buen militar como se esperaba en un miembro de su probable familia. Se enroló en el ejército británico, el peor enemigo de su tío abuelo, y con la espada de éste en la cintura partió hacia África, donde lo mataron unos salvajes llamados zulúes, en 1879, cuando apenas era un joven de veintitrés años.
No es Napoleón IV tan recordado como su tío Napoleón II, a pesar de las similitudes, porque su padre no fue ni de lejos un genio como el primero de los napoleones, aquél que tenía a Europa aterrorizada mientras vivió. La fama de los padres a veces es crucial para la fama de los hijos.

2 comentarios:

  1. un blog que me encanta visitar por sus documentos didácticos y que llenan la curiosidad de muchos detalles.
    Un saludo.

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  2. Gracias, Pedro Luis, eres muy amable.
    Un saludo

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