Entradas Héroes solitarios

Entradas Héroes solitarios
Reseñas de novelas de héroes solitarios

martes, 30 de octubre de 2012

Bodas reales y bodas nobles


En la época de las monarquías los matrimonios, que no los amasiatos, estaban muy delimitados por estrictas reglas que partían del rango aristocrático, la antigüedad del apellido, el país de los contrayentes y la fortuna que los cobijaba. Se podía brincar esas reglas, pero a un precio a veces muy alto.
Los reyes, los destinados a ser reyes y los hermanos, primos, sobrinos, etc, de éstos, tenían que casarse entre sí. Si revisamos un poco la historia, las familias reales más importantes no eran tantas (aunque algunas desaparecían y eran sustituidas por otras): los Habsburgo, Borbón, Romanov, Hohenzollern, Coburgo, Wittelsbach, Braganza, Saboya, Orange-Nassau, y quizás algunas otras que ahora olvido, tenían el control de Europa, y del mundo. Casi por obligación o por una enfermiza costumbre, sus miembros tenían que casarse entre sí, pero luego había algunas como los Habsburgo, quienes en un momento creyeron que era mejor casarse entre los miembros de la misma familia. El resultado de eso fue archiduques que para llevarse el pan a la boca y no meterlo por la nariz pasaban una odisea.
Los príncipes, por aquello de las enfermedades y porque se valía soñar con parientes muertos y una corona en la cabeza, siempre procuraban casarse con alguien de su mismo rango aristocrático, ya que hacerlo con alguien que no lo era podía sacarlos de su familia y alejarlos del trono. Podían enamorarse de una condesa y descender un peldaño si se casaban con ella, pero pocos se animaban porque tal cosa siempre les acarreaba desgracias. Sus hijos ya no formarían parte de la familia real, el matrimonio de los padres sería morganático y ellos tenían que llevar el apellido más inferior.
Hubo algunos príncipes que sí se dejaron arrastrar por el amor. Por ejemplo, el archiduque Francisco Fernando de Austria, el mismo cuya muerte fue la primera de la gran guerra, se casó con una condesa, Sofía Chotek, en contra de las disposiciones de la casa de Habsburgo, y pagó muy caras las consecuencias. Aunque el emperador Francisco José no le quitó su puesto como primero en la línea de sucesión, a sus hijos sí les quitó la gracia de ser Habsburgo y en las ceremonias reales a su esposa la ponía lejos de él, en el rincón más apartado.
Por casos como el anterior, la aristocracia tenía muy claro lo que eran los matrimonios reales y los nobles. Brincarse la cerca se les antojaba a pocos. Los hijos de estos raros matrimonios solían sufrir mucho. En su familia por el lado noble podían comportarse con cierta arrogancia por ser superiores, pero en su familia por el lado real eran tratados con desdén y no se les consideraba miembros, por más que se parecieran al abuelo emperador.
Lo que sí es cierto es que los nobles tenían un mercado de opciones mucho más extenso que sus superiores los reyes. Aunque también cabían las discriminaciones, porque un duque no era capaz de casar a su hija con el hijo de un barón, o un conde cuyo titulo tenía tres siglos de antigüedad no quería nunca emparentar con un marqués de reciente creación. Los nobles eran creados constantemente, ya fuera por meritos militares o políticos, o simplemente por hacerle un préstamo al rey, o, en casos más extraños, como el de Manuel Godoy, por hacer bien el amor.
Después de la revolución francesa, como todo lo que rodeaba a las monarquías, esa costumbre se vino debilitando. Los matrimonios morganáticos se hicieron muy comunes, las plebeyas se casaron primero con nobles y luego con reyes sin que eso a sus esposos les costara perder su posición. Aunque, cierto, aún en nuestros tiempos las fronteras estamentales continúan existiendo, pero ya no tanto como antes, ahora ya muchas veces se antepone la calentura al protocolo.

martes, 23 de octubre de 2012

Los reyes y sus uniformes militares


Quizás en estos tiempos el mayor anacronismo de los reyes es su gran afición a los uniformes militares y que por ello acuden a una boda o a cualquier otro evento como si fueran a ponerse al mando de un ejército para defender con la vida la frontera de su país.
Fue tanta la endogamia practicada por los reyes hace siglos que probablemente esa costumbre que los acompaña de forrarse como militares es hereditaria. La condición de rey, de príncipe o simplemente de miembro de una familia real, siempre ha estado muy ligada al ejército, a lo más pomposo de éste, aun tomando en cuenta que ha habido reyes muy cobardes y sumamente tontos en los campos de batalla.
Pero ni siendo pésimos estrategas se han privado de la elegancia que representa un traje de militar. El favorito de todos siempre ha sido el de mariscal de campo, el más alto grado en la jerarquía militar que para alcanzarlo un civil de a pie en estos tiempos tendría que ganar una batalla como la de Stalingrado, por lo menos.
Pero siendo príncipe ese requisito no es indispensable. Y en otros tiempos a un príncipe con sólo nacer ya le daban rangos nada despreciables como de coronel o más altos. Había chiquillos generales corriendo con sus nanas en jardines mientras sus brigadas se jugaban el pellejo en los campos de batalla.
Un uniforme militar durante siglos ha sido una gran responsabilidad y el aumento en los rangos va precedido de un enorme esfuerzo, casi siempre, porque en algunos casos, como en el de los reyes, creen que por nacer siendo lo que son ya pueden vestirse de mariscales, aunque nunca hayan escuchado una bala silbar cerca de sus cabezas.

jueves, 11 de octubre de 2012

Hijo de rey, padre de rey, nunca rey


Durante los siglos en que el mundo fue gobernado por monarquías, se dieron extraños y curiosos casos en el cómo una corona llegaba a una cabeza y cómo evadía a otras que la buscaban con ansias. La gran mayoría de las monarquías fueron hereditarias,  y eso siempre beneficiaba al hijo primogénito de un matrimonio real, sin importar cuán idiota fuera.
Pero luego se daban casos en que el rey, por una cosa o por otra -que de todo había-, no tenía hijos, o simplemente no tenía a un ansiado varón. Algunas veces por mala suerte, otras por impotencia, homosexualidad o esterilidad, pero los reyes se veían en la desgraciada situación de no poder heredarle su reino a un hijo y tenían que poner los ojos en sus sobrinos.
Esta clase de sucesos, que con la mortandad infantil de esos difíciles siglos eran frecuentes, provocaban que hubiera príncipes hijos de un rey y padres de otro, pero ellos jamás lo eran. El más reciente caso, aunque no por las razones anteriores, fue el de Juan de Borbón, padre del actual monarca de España. A él sí le tocaba la corona, sólo que Franco jamás habría permitido que alguien mandara más que él.
Quizás el caso más curioso de la historia fue el del archiduque Francisco Carlos de Austria, un hombre totalmente gris, de mediana o más bien recudida inteligencia -atribuida a la endogamia de los Habsburgo-, al que su esposa manipulaba sin el menor esfuerzo -y hasta se rumoró que le fue infiel con el hijo de Napoleón, el duque de Reichstadt-, pero fue hijo del emperador Francisco I y padre de dos cabezas coronadas, el emperador de Austria, Francisco José, y el de México, Maximiliano. Y él, por su parte, toda su vida vivió en un total anonimato, con una personalidad completamente sumisa.
Otro con igual fortuna fue Felipe de Bélgica. Su hermano mayor fue  el despiadado genocida del Congo, Leopoldo II de Bélgica, quien se cargó, en números cerrados, la vida de diez millones de africanos por su enfermiza ambición, pero no pudo dejarle su reino a un hijo suyo. Sí tuvo uno con su esposa, la archiduquesa María Enriqueta de Austria, pero murió siendo aún un niño y el cruel rey tuvo que dejarle la corona a su sobrino Alberto, hijo de su hermano Felipe, el conde Flandes.
Y uno más fue Augusto Guillermo de Prusia. En el caso de su hermano, Federico II de Prusia, el Grande, un genio militar que inspiró a Napoleón, él simple y sencillamente no dejó su corona a un hijo suyo porque era incapaz de tocar a una mujer. Ni siquiera ejecutando a su novio en su presencia cuando era joven lograron los rígidos prusianos hacer que olvidara por un momento -el suficiente para hacer un hijo- su homosexualidad.
Hubo algunos afortunados que  pudieron escabullirse de esa desgracia aun cuando estaban condenados a padecerla. El zar Alejandro I de Rusia tuvo como mayor pasatiempo el de hacer hijos. Cuando se celebró el Congreso de Viena, que duró ocho meses, se rumoró que se la pasó todo el tiempo haciendo el amor. Dejó una legión de bastardos con sus muchas amantes, pero no logró tener un hijo legítimo para heredarle su enorme y congelado imperio. Su sucesor tenía que ser por fuerza un sobrino suyo, pero al parecer se fastidió de la política y aun siendo un hombre joven decidió desaparecer. Entonces su sucesor terminó siendo su hermano Nicolás I, quien pudo gobernar casi treinta años antes de dejarle la corona a su hijo y sólo así consiguió sacudirse la maldición que a tantos príncipes amargó la vida.
Y así, por diferentes razones, la mayoría de las veces no poco interesantes, la historia  está llena de desgraciados que tuvieron la corona muy cerca, que fueron hijos de reyes y padres de reyes, pero aun así ellos nunca lograron serlo.