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Reseñas de novelas de héroes solitarios

jueves, 11 de octubre de 2012

Hijo de rey, padre de rey, nunca rey


Durante los siglos en que el mundo fue gobernado por monarquías, se dieron extraños y curiosos casos en el cómo una corona llegaba a una cabeza y cómo evadía a otras que la buscaban con ansias. La gran mayoría de las monarquías fueron hereditarias,  y eso siempre beneficiaba al hijo primogénito de un matrimonio real, sin importar cuán idiota fuera.
Pero luego se daban casos en que el rey, por una cosa o por otra -que de todo había-, no tenía hijos, o simplemente no tenía a un ansiado varón. Algunas veces por mala suerte, otras por impotencia, homosexualidad o esterilidad, pero los reyes se veían en la desgraciada situación de no poder heredarle su reino a un hijo y tenían que poner los ojos en sus sobrinos.
Esta clase de sucesos, que con la mortandad infantil de esos difíciles siglos eran frecuentes, provocaban que hubiera príncipes hijos de un rey y padres de otro, pero ellos jamás lo eran. El más reciente caso, aunque no por las razones anteriores, fue el de Juan de Borbón, padre del actual monarca de España. A él sí le tocaba la corona, sólo que Franco jamás habría permitido que alguien mandara más que él.
Quizás el caso más curioso de la historia fue el del archiduque Francisco Carlos de Austria, un hombre totalmente gris, de mediana o más bien recudida inteligencia -atribuida a la endogamia de los Habsburgo-, al que su esposa manipulaba sin el menor esfuerzo -y hasta se rumoró que le fue infiel con el hijo de Napoleón, el duque de Reichstadt-, pero fue hijo del emperador Francisco I y padre de dos cabezas coronadas, el emperador de Austria, Francisco José, y el de México, Maximiliano. Y él, por su parte, toda su vida vivió en un total anonimato, con una personalidad completamente sumisa.
Otro con igual fortuna fue Felipe de Bélgica. Su hermano mayor fue  el despiadado genocida del Congo, Leopoldo II de Bélgica, quien se cargó, en números cerrados, la vida de diez millones de africanos por su enfermiza ambición, pero no pudo dejarle su reino a un hijo suyo. Sí tuvo uno con su esposa, la archiduquesa María Enriqueta de Austria, pero murió siendo aún un niño y el cruel rey tuvo que dejarle la corona a su sobrino Alberto, hijo de su hermano Felipe, el conde Flandes.
Y uno más fue Augusto Guillermo de Prusia. En el caso de su hermano, Federico II de Prusia, el Grande, un genio militar que inspiró a Napoleón, él simple y sencillamente no dejó su corona a un hijo suyo porque era incapaz de tocar a una mujer. Ni siquiera ejecutando a su novio en su presencia cuando era joven lograron los rígidos prusianos hacer que olvidara por un momento -el suficiente para hacer un hijo- su homosexualidad.
Hubo algunos afortunados que  pudieron escabullirse de esa desgracia aun cuando estaban condenados a padecerla. El zar Alejandro I de Rusia tuvo como mayor pasatiempo el de hacer hijos. Cuando se celebró el Congreso de Viena, que duró ocho meses, se rumoró que se la pasó todo el tiempo haciendo el amor. Dejó una legión de bastardos con sus muchas amantes, pero no logró tener un hijo legítimo para heredarle su enorme y congelado imperio. Su sucesor tenía que ser por fuerza un sobrino suyo, pero al parecer se fastidió de la política y aun siendo un hombre joven decidió desaparecer. Entonces su sucesor terminó siendo su hermano Nicolás I, quien pudo gobernar casi treinta años antes de dejarle la corona a su hijo y sólo así consiguió sacudirse la maldición que a tantos príncipes amargó la vida.
Y así, por diferentes razones, la mayoría de las veces no poco interesantes, la historia  está llena de desgraciados que tuvieron la corona muy cerca, que fueron hijos de reyes y padres de reyes, pero aun así ellos nunca lograron serlo.

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