Entradas Héroes solitarios

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Reseñas de novelas de héroes solitarios

martes, 20 de noviembre de 2012

Eugenia de Montijo y Napoleón III (Isabel Margarit)


Desde que desapareció la rama de los Habsburgo españoles (los Austrias), ya no era tan sencillo que una española llegara a lucir la corona de emperatriz. Antes la cosa era bien sencilla, los Austrias enviaban a sus primas de un país a otro para que desposaran a sus… primos y como en Austria no había reino sino imperio a muchas españolas les tocó corona imperial.
Con la llegada de los borbones a España la cosa se truncó, aunque no del todo. Hubo otra española que se acomodó la corona imperial, pero no fue infanta ni princesa y ni siquiera duquesa. Fue una condesa, de rancia aristocracia, eso sí, pero sin sangre real en las venas. Se llamó Eugenia de Montijo, era poseedora de una belleza extraordinaria, tenía un amor por la cultura y los idiomas nada típico en la cultura española y era también profundamente religiosa.
Eugenia nació en Granada el 5 de mayo de 1826, el día del aniversario luctuoso de Napoleón I. Fue hija de Cipriano Palafox y Portocarrero, un español bonapartista devastado físicamente por las guerras. Debido a su fecha de nacimiento y a la ideología de su padre, fue incluida en su esmerada educación una fuerte admiración por Napoleón.
Cuando Eugenia se hizo mujer, su madre, María Manuela Kirkpatrick, se dio a la tarea de buscarle el mejor partido posible. Eugenia poseía los encantos necesarios para conseguirlo, era hermosa, refinada, culta y políglota. Podía conseguirse fácilmente a un conde o a un duque de acaudalada posición, mas nunca imaginó que sus encantos llegarían tan lejos como para conquistar a un emperador.
Del otro lado de los Pirineos, cuando murió el duque de Reichstadt, el único hijo legitimo de Napoleón, se pensó que sería imposible restaurar el imperio napoleónico. Conseguirlo se lo propuso Luis Napoleón Bonaparte, hijo de Hortensia de Beauharnais, con toda seguridad, y de Luis Bonaparte, probablemente. Los parientes Bonaparte de Luis Napoleón siempre lo consideraron un bastardo. Él nunca lo ignoró puesto que se lo decían en su cara. Pero no por eso dejó de pensar en su sueño: convertirse en emperador, en el sucesor de su “tío”.
Luis se enfrentó cuantas veces fue necesario al rey de Francia Luis Felipe I para restaurar el imperio de “su familia”. Luis Felipe era un rey débil y de mano muy blanda. Y tanto empeño le puso el Bonaparte a su empresa que logró hacer que el rey fuera derrocado y se viera obligado a escapar de Francia ya no para salvar el honor pero sí la vida. En Francia -todos los sabían y el rey más que nadie- a los reyes les cortaban la cabeza.
Después de ser reino, Francia pasó a ser republica y Luis fue su único presidente, pero sólo el tiempo que necesitaba para restaurar el imperio, cosa que logró no sin grandes esfuerzos y  arriesgando su posición y su vida.
Eugenia y Luis se conocieron y tiempo después decidieron casarse. Ella era mucho más joven que él, más alta y más refinada, aparte de un tanto frívola. Luis, digno nieto de la emperatriz Josefina,  era la calentura echa hombre. Sus infidelidades a Eugenia fueron incontables. Pero pese a la diferencias llegaron a un buen acuerdo. Formaron una pareja de época, tuvieron un hijo, el único que les hacía falta, trasformaron a Francia y le echaron su influencia encima al mundo. Pero un día su estrella se apagó. Su único hijo murió. El imperio que habían formado desapareció. Y de ellos sólo quedó el recuerdo.
Una biografía interesante de esta también interesante pareja la ha escrito Isabel Margatit. La autora analiza bien las personalidades de ambos personajes y nos ofrece un libro no muy extenso lleno de detalles curiosos y no poco interesantes. Napoleón III y Eugenia de Montijo no son comparables a Napoleón I y María Luisa de Habsburgo, pero sí que tienen una historia agradable que vale pena ser estudiada.

lunes, 12 de noviembre de 2012

Don Carlos de Austria, El buen hijo



Es muy famosa una película ya algo pasada de moda protagonizada por Macaulay Culkin y Frodo Bolsón (perdón…, Elijah Wood) titulada El buen hijo. El Culkin aquí hace de las suyas todo lo que quiere. Posee una maldad aterradora y no se anda con chiquitas para cargarse a quien no le agrade.
Hace años en una conferencia escuché a alguien decir que no podía existir alguien que en la niñez tenga esa maldad, que la maldad se desarrolla con los años y que a un niño le faltaría “madurarla” para poder exhibirla como lo hace Culkin.
Pero en realidad el bueno hijo sí existió. Existió y pudo haber sido rey de… España.  Se llamó Carlos de Austria, perteneció a la rama de los Habsburgo españoles y fue príncipe de Asturias. Nació en 1545 como hijo del que llegaría a ser Felipe II de España y de su esposa María de Portugal. Sus padres eran primos. Carlos, se cree, fue una víctima más de la endogamia que practicaron los Habsburgo por siglos. Nació deforme (algo así como Cuasimodo, pero los pintores en los cuadros lo compusieron todo lo que pudieron), aunque no salió tan torpe como algunos de sus parientes, sino extremadamente malo.
Tanta era la maldad del príncipe, que el rey, el catoliquísimo Felipe II, no sabía qué hacer. Carlos era primogénito, y a los ojos e ideología de su padre, había nacido en esa condición por voluntad de Dios, y siendo así no se podía hacer nada para quitarle su derecho al trono, porque hacerlo significaba ir contra los deseos del Altísimo.
Mientras el padre dudaba, Carlitos daba rienda suelta a sus deseos de hacer y ver sufrir. En la niñez se conformaba con cualquier infeliz, pero en cuanto fue haciéndose adulto empezó a tener entre ceja y ceja al mismísimo rey. Su muerte probablemente se debió a lo enfermizo que era, condición que le debía a la costumbre de los miembros de su familia de meterles mano a las primas, pero hay teorías quizás no del todo descabelladas que apuntan a un posible asesinato de Carlos ordenado por el propio Felipe II, quizás para que dejara de darle problemas o quizás para impedir que la maldad hecha hombre llegara a gobernar al reino católico por antonomasia: España.

domingo, 11 de noviembre de 2012

¿Dorian Gray era el duque de Reichstadt?


Me refiero a que si existe la posibilidad de que Oscar Wilde se haya inspirado en el rostro de Napoleón II para describir la belleza física de Dorian Gray. Esa observación me la hizo una amiga recientemente, argumentando que Wilde describe a Gray como un joven de veinte años, con rostro hermoso adornado con ojos azules y coronado con un cabello rizado y totalmente rubio.
Sé que en algunos países de Europa que nazcan niños con el cabello rubio es cosa de lo más común, pero no lo es tanto el que lleguen a la edad adulta con el cabello del mismo color. Comúnmente se les hace un poco oscuro con los años, algo que no le ocurrió a Reichstadt. El hijo de Napoleón Bonaparte era famoso entre la aristocracia austriaca porque conservaba su cabello totalmente rubio a los veinte años.
“Tal vez Wilde vio un retrato del duque y decidió inspirarse en él para crear a Dorian”. Eso fue lo que me dijo mi amiga. Por un momento me entró la duda. Todo es posible. Pero cuando llegué a mi casa fui inmediatamente a tomar mi volumen de El retrato de Dorian Gray y busqué la parte en donde el joven es descrito. Todo coincide excepto algo. Los ojos de Dorian son ingenuos, y eso no cuadra con el duque. Es bien sabido que Reichstadt se parecía casi en todo a sus parientes, los Habsburgo, pero su mirada la había heredado íntegramente de su padre. Era una mirada letal, difícil de sostener, no había ingenuidad en ella, más bien revelaba a un depredador en reposo.
Y ese detalle fue lo que me hizo tener la certeza de que en realidad el joven Bonaparte no tuvo influencia alguna en la obra de Wilde. Sus características físicas y la edad en que murió uno y cobró juventud eterna el otro son muy similares, pero aun así Reichstadt no es Dorian Gray.

martes, 6 de noviembre de 2012

Los Kennedy, ¿familia perseguida por la muerte?


Los mitos crecen en la medida en que son atractivos. Surgen sin intención y también muy bien inventados. Se les da cobertura si venden, y para que vendan más. Y casi no hay familias famosas sin mitos. Los Habsburgo, por ejemplo, tenían, cuando gobernaban, fama de que una dama blanca se les aparecía a los que estaban por morir, con el fin de anunciarles el evento y quizás para que se prepararan para el viaje o echaran mano a la resignación. Incluso hay un libro titulado La Dama Blanca de los Habsburgo, escrito por Paul Morand.
En lo que a los Kennedy se refiere, miticamente son -o fueron cuando eran más importantes- perseguidos por la muerte, ese ser encapuchado que lleva siempre consigo una tétrica guadaña con la que cumple su misión. ¿La razón? Que muchos de ellos han muerto…, como mueren las personas, claro.
El inaugurador del mito fue Joe Kennedy Jr, un joven soldado durante la segunda guerra mundial que, celoso de su hermano menor, John, buscó de manera negligente su muerte tratando de pilotear para vestirse de héroe un avión cargado de explosivos. Después le siguió su hermana Kathleen, quien también murió en un accidente aéreo.
Años más tarde vino la muerte de los dos hermanos, John y Robert, exterminados por sicarios que seguramente habían sido enviados por personajes poderosos que pretendían destronarlos porque les significaban un peligro. Y a punto de cerrar el siglo pasado se accidentó, una vez más en avión, John Kenndy Jr. Otros Kennedy después de él han muerto, pero fue él -el joven estadounidense más fotografiado de la segunda mitad del siglo XX- quien cerró la cadena de tragedias que sirven a muchos mitómanos para asegurar que los Kennedy son -o fueron- una familia perseguida por la muerte.
Viendo las cosas cómo realmente fueron, a los Kennedy no los seguía la muerte. Murieron trágicamente cuatro hermanos de los nueve hijos de Joe y Rose Kennedy por distintas y lógicas razones. Tenían, eso sí, una tendencia a buscar los peligros, porque se creían invulnerables. El primogénito, Joe Jr, habría llegado a viejo y a presidente de haber sido más prudente. John y Robert fueron liquidados porque estaban expuestos a eso debido al gran poder e influencia que tenían. Eran otros tiempos, a Dominique Strauss-Kahn lo liquidaron muy probablemente por las mismas razones pero de diferente manera: metiéndole una mujer en la cama.
La única que murió en un accidente no buscado fue Kathleen, desgracia a la que se expuso al viajar en un avión como lo hace muchísima gente todos los días. En cuanto a John Jr, fue otro caso de autentica negligencia al empeñarse en viajar sabiendo que las condiciones meteorológicas no eran favorables para hacerlo. Fue el tercer miembro de la familia en morir en un avionazo. Por tanto, si bien es ilógico que la muerte, la ya mencionada encapuchada de la guadaña, ande tras ellos, lo que sí es muy probable es que los fabricantes de aviones los traigan entre ceja y ceja.

viernes, 2 de noviembre de 2012

Eunucos y el oficio de cuidar mujeres


En algunos extintos imperios orientales, donde las disposiciones del sultán o emperador eran tan estrafalarias como crueles y omnipotentes, se empleó mucho el uso de eunucos para cuidar a las mujeres de los gobernantes. Estos pobres infelices literalmente veían el pan y no tenían la menor posibilidad de comérselo.
Pero aunque muy asociado a la esclavitud, el de eunuco era un oficio mejor que otros. Y no habiendo tantos de dónde escoger, muchos hombres acudían al barbero no precisamente a que los afeitara. El barbero les cortaba el pene y entonces los hombres ya hechos eunucos pasaban días cruciales en los que podían morir. Si lograban orinar podían sentirse satisfechos, pero si no lo mejor que podían hacer era conseguirse un rápido y letal veneno porque de lo contrario la muerte sería lenta y muy, muy dolorosa.
Cierto es que no siempre se podía escoger la condición de eunuco. Algunos esclavos eran castrados por orden del señor que los compraba o los capturaba para después llevarlos a su palacio a que le cuidaran sus hembras. Y a otro desde la niñez su padre les veía la vocación, de manera que era éste el encargado de ordenar la castración del chiquillo para que llegado a hombre pudiera conseguirse un “buen trabajo”.
Los eunucos, ya metidos en el harén de su señor, eran hombres muy disciplinados y de pocas palabras. Todo escuchaban y todo veían pero nada decían. Tenían detalles más que comprometedores de la vida del príncipe, le sabían sus debilidades, defectos, caprichos y capacidades, cosas que guardaban secretamente por si algún día podían cambiarlas por poder, en un golpe de estado, revuelta o simplemente para colocar a un asociado en un buen puesto dentro de la corte.
Mucho se dice respecto a que los eunucos eran seres rencorosos que gozaban ver sufrir a las concubinas o a cualquier infeliz por causa de los caprichos y arranques del soberano. Eso no es para dudarse, los esclavos castrados tras su captura o los niños hechos así por los padres o tutores tenían más que motivos para estar resentidos, sobre todo teniendo frente a ellos siempre a las bellezas que formaban el harén del príncipe y sabiendo que de nada les podían servir. Podían, eso sí, excitarse, de cualquier forma nadie lo habría notado nunca.